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Acumulación por exterminio
Por Raúl Zibechi - Thursday, Sep. 07, 2017 at 2:30 PM

Publicado: 06 Septiembre 2017

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(APe).- La evolución de la guerra en el último siglo, en relación con la población, nos ofrece pistas sobre el tipo de sociedad en la que vivimos. Hasta la primera guerra mundial los combates sucedían entre ejércitos nacionales, en las barricadas, donde se producían las grandes carnicerías que inflamaron la conciencia obrera. Afectaban a la población de manera indirecta, por la muerte masiva de hijos y hermanos. Cuando lo hacían de forma directa, eran las más de las veces “efectos colaterales” del conflicto o, en ocasiones, escarmientos para debilitar la moral de quienes peleaban en el frente.

Con la segunda guerra mundial las cosas cambian de manera radical. Desde los bombardeos de Hamburgo y Dresde hasta las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, pasando por el bombardeo japonés a Chongqing hasta los campos de concentración alemanes, el objetivo pasó a ser la población. Hay un antes y un después de esa guerra y de los campos de concentración, como señala Giorgio Agamben, ya que tanto el campo como el “bombardeo estratégico” se convirtieron en paradigmas de la política y de la guerra modernas.

No se trata de la aparición de la aviación como forma central del combate. Al revés: la aviación se convierte en decisiva porque el objetivo pasa a ser la población. Vietnam es otro punto de inflexión. Es la primera vez que los muertos estadunidenses se cuentan por miles, con un impacto mucho mayor que en las guerras anteriores. A partir de ahí, la guerra aérea redobla su importancia para evitar entrar en el cuerpo a cuerpo con el inevitable saldo de bajas propias.

La acumulación por despojo (minería cielo abierto, monocultivos como la soya y las megaobras), tiene una lógica similar a la guerra actual, no sólo por el uso de herbicidas ensayados en la guerra contra el pueblo vietnamita, sino por la propia lógica militar: despejar el campo de población para hacerse con los bienes comunes. Para despojar/robar, es necesario quitar del medio a esa gente tan molesta, es el razonamiento del capital, una lógica que vale tanto para la guerra como para la agricultura y la minería (http://goo.gl/OBH7an).

Por eso, es importante referirse al modelo actual como “cuarta guerra mundial”, como hacen los zapatistas, ya que el sistema se comporta de ese modo, incluyendo por supuesto la medicina alopática que se inspira en los principios de la guerra. Los argumentos del EZLN cuadran con los de Agamben, cuando señala que el dominio de la vida por la violencia es el modo de gobierno dominante en la política actual, en particular en las regiones pobres del Sur global.

La brutal represión a los maestros en Oaxaca muestra la existencia de un totalitarismo disfrazado de democracia, que según Agamben se caracteriza por “la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político” (El Estado de excepción, p. 25). El mismo autor nos recuerda que desde los campos de concentración no hay retorno posible a la política clásica, aquella que estaba focalizada en la demanda al Estado y la interacción con las instituciones.

¿Cómo denominar una forma de acumulación anclada en la destrucción y muerte de una parte de la humanidad? En la lógica del capital, la acumulación no es un fenómeno meramente económico, de ahí la importancia del análisis zapatista que pone el acento en el concepto de guerra. Quiero decir que el tipo de acumulación que necesita el capital en el período actual, no puede sino ir precedido y acompañado estructuralmente, de la guerra contra los pueblos. Guerra y acumulación son sinónimos, a tal punto que subordinan al Estado-nación a esa lógica.

El tipo de Estado adecuado para este tipo de acumulación/guerra, es el punto débil de quienes analizan la “acumulación por desposesión” o el “posextractivismo”. En estos análisis, más allá del valor que poseen, encuentro varios problemas a ser debatidos para fortalecer las resistencias.

El primero es que no se trata de modelos económicos, solamente. El capitalismo no es una economía. El capitalismo es un sistema que incluye una economía capitalista. En su etapa actual, el modelo extractivo o de acumulación por robo, no se reduce a una economía sino a un sistema que funciona (desde las instituciones hasta cultura) como una guerra contra los pueblos, como un modo de exterminio o de acumulación por exterminio.

México es el espejo en el que podemos mirarnos los pueblos de América Latina y del mundo. Los más de cien mil muertos y las decenas de miles de desaparecidos no son una desviación del sistema, sino el núcleo del sistema. Todas las partes que integran ese sistema, desde la justicia y el aparato electoral hasta la medicina y la música (por poner apenas ejemplos), son funcionales al exterminio. “Nuestra” música y “nuestra” justicia (y así con todos los aspectos de la vida) son parte de la resistencia al sistema. Están desgajadas o separadas del mismo. No forman parte de un todo sistémico sino que integran ya el “otro mundo”.

La segunda cuestión es que las instituciones estatales han sido formateadas por y para la guerra contra los pueblos. Por eso no tiene el menor sentido dedicar tiempo y energías en incrustarse en ellas, salvo para quienes crean (por ingenuidad o interés mezquino) que pueden gobernarlas a favor de los abajos. Este es quizá el principal debate estratégico que afrontamos en esta hora sombría.

En suma, crear y cuidar nuestros espacios y protegernos del arriba sin dejarnos seducir por sus escenarios, se torna en la cuestión vital de nuestros movimientos. Recordemos que, para Agamben, los recluidos en el campo son personas a las que “cualquiera puede matar sin cometer homicidio”. Esta forma de ver el mundo actual explica mejor los hechos de Ayotzinapa y Nochixtlán, que los discursos sobre democracia y ciudadanía, que apelan a la justicia del sistema.

(*) Publicado en La Jornada.

Pinturas: Robert Rauschenberg y Luis Felipe Noé

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