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Lo que las Ciencias Sociales nos enseñan de la tierra… y lo que de ella podemos aprender
Por Mercedes Ferrero - Friday, Sep. 17, 2010 at 3:23 AM

por Mercedes Ferrero*

El fin de semana, en una conversación algo leve, alguien mencionó -casi sin pensar en el significado de lo que se estaba discutiendo- a las “actividades primarias”. Bastó que pasaran tan solo unos segundos para que llegaran como flashes a mi mente tantas escenas de la escuela primaria. Recuerdo que las maestras nos enseñaban cosas que para mí, en ese momento, eran indiscutibles: la escuela era el espacio de la verdad, y cuando algo de lo que allí aprendíamos entraba en contradicción con otros ámbitos de la vida, siempre primaba el espacio del saber, del conocimiento, la infalible escuela.

Según mis maestras de Ciencias Sociales, las actividades económicas podían distinguirse, teniendo en cuenta el “grado de complejidad”, en primarias, secundarias y terciarias. Las actividades primarias eran la agricultura y la ganadería, aunque ocasionalmente se mencionaban también la pesca y la minería. Lo agropecuario me simpatizaba, lo asociaba directamente a la subsistencia, al hombre trabajando la tierra, a una idealización de la vida en el campo (tan prototípica del modelo de país granero del mundo). Las actividades secundarias eran las industriales, el mundo hostil de las fábricas, el humo, el encierro. Definitivamente no me gustaban, aunque tampoco me generaban el repudio que tenía hacia las terciarias, la producción de servicios. Estas me traían directamente a la mente a mi papá respondiéndome “¡consumo, consumo!” cada vez que le pedía algo, era un mecanismo automático que me recordaba que lo terciario no pertenecía al mundo de la necesidad, sino de lo superfluo, inventos de la sociedad de consumo, cosas que bien podríamos desterrar.

Evidentemente, entre lo que me decían en la escuela y las asociaciones poco correctas que yo misma hacía, íbamos avanzando, mis maestras y yo, en los primeros pasos del largo camino de estrechar las mentes humanas. El panorama no fue más esperanzador en los años siguientes: llegaron los mapas. Estudiábamos la geografía desde el punto de vista del hombre (obviamente), mi profesora se cansaba de repetirnos que la geografía era una ciencia humana, ¡y sí lo era!: una ciencia humana casi más exacta que la física y la matemática. ¡Vaya que humanidad!

Los mapas me encantaban, pero nos obligaban a comprar sólo uno y calcarlo un montón de veces. Mi mamá me decía que no me podía quejar, porque en su época los mapas se aprendían de memoria, y como a mí me gustaban, algunas tardes hacía el ejercicio de memorizarlos (siempre en vano). Así, cada hoja de calcar tenía un mapa, y en cada mapa marcábamos y pintábamos cosas distintas, para luego pegarlos uno arriba del otro, hasta que al final parecía que teníamos mapas en tres dimensiones de lo gorda que quedaba esa página en la carpeta. De esa manera estudiábamos a la tierra y a la humanidad separada de ella: realizando y copiando cartografías de los posibles usos del territorio, puras líneas vacías en las que asechaba, desde lejos, la muerte disfrazada de vida productiva.

En los mapas de abajo siempre iban el relieve, los biomas, los climas. Sobre esas características de la naturaleza se ubicaban (inmediata y naturalmente) los mapas de las actividades económicas (de nuevo: primarias, secundarias, terciarias), alguno de densidad poblacional, alguno de sectores económicos (ricos y pobres). ¡Todo estaba tan sabiamente pactado! La naturaleza –que siempre tuvo su propia sabiduría– había acomodado todo para que las actividades del hombre fueran posibles. La perfecta combinación de los vientos, las lluvias y las formas geológicas permitían que en algunos puntos del mapa pudiera cultivarse, que en otros se extrajeran minerales o se asentaran las grandes ciudades con sus industrias, que las aguas del mar trajeran los peces, y tantas cosas más. Los ciclos de la naturaleza servían a distintas actividades y todo estaba perfecta y exactamente acomodado para el desarrollo y generación de ganancias, casi como si existiesen regiones productivas destinadas a la riqueza y zonas geográficamente desfavorecidas condenadas a la pobreza.

Y eso era lo que aprendíamos de la vida del hombre sobre la tierra, de la geografía exacta sobre la que se asienta este sistema económico. Los años siguientes se complicaban, los saberes de la escuela debían contemplar que las sociedades se volvían más complejas, que las actividades económicas generaban externalidades, que -de hecho- ni el mundo social ni el natural eran tan exactos. Sin embargo, siempre existía como base del conocimiento social esa triste idea de que la tierra estaba dispuesta así, las cosas siempre habían sido así, y siempre lo seguirían siendo. Por eso nuestros mapas tridimensionales eran siempre actuales, y por sobretodo estáticos, y las pocas veces que se historizaba la vida del hombre sobre la tierra, ese relato iba en el sentido del eterno e infalible progreso. Aceptábamos incuestionadamente el desarrollo, así era y debía ser.

Por suerte, el paso de los años, la frente chichoneada de tantos golpes, las experiencias cotidianas, los saberes populares, me ayudaron a entender que todo mi conocimiento escolar se erigía sobre un supuesto falso, deliberadamente falso. Esa concepción de la tierra y de la naturaleza era funcional a un modo de construir la realidad, a un modo de apropiación del mundo, y no era ni la única, ni la mejor visión posible. “Se entiende el ambiente como todo lo que rodea al hombre, vaya aberración” me decía el otro día Irma (maestra y militante de las asambleas de Ongamira Despierta), quejándose de los aires renacentistas, del egocentrismo humano y del capitalismo.

Y es que este sistema económico ha sido desde siempre un modelo de dominación espacial. Por eso aquella idea -tan presente desde las enseñanzas escolares- de que la sabiduría de la naturaleza es esa: estar al servicio de la actividad humana, se erige sobre una necesidad estructural del capital: control omnipresente de la naturaleza en sus más variadas formas. También por eso es que, para quienes pensamos y queremos construir algo distinto, la lucha de clases se nos presenta, cada vez más, como lucha por los espacios en los más diversos sentidos.

Luchas urbanas en ciudades como nuestra Córdoba, regidas por los tiempos del capital sojero y el desarrollo inmobiliario, donde el rediseño turístico y constructivo avanza incesantemente queriendo arrasar con las espacialidades de lo popular y sus pobladores. Ciudades donde el urbanismo responde siempre a patrones de rentabilidad de los terrenos, generando cada vez mayor exclusión y exclusivismo. Es allí donde el pueblo organizado de nuestras villas, de nuestros barrios, resiste al desalojo, construye nuevas lógicas de convivir y compartir en el territorio, resignifica los modos de estar juntos/as, de ser vecinos/as, compañeros/as, de ser pueblo, autoafirmándose colectivamente en y sobre aquellas territorialidades profundas.

Luchas rurales en las extensas espacialidades apropiadas por pocas manos, donde la concentración de la propiedad de la tierra juega, junto con las concepciones mercantilizadoras de la misma, a aumentar el superávit exportador, a costa de la pobreza, la devastación, los daños irreparables a la salud de la tierra y la población. Allí mismo es donde el pueblo organizado de nuestras comunidades originarias y/o campesinas luchan por recuperar sus tierras ancestrales, por poseer colectivamente la tierra, no para destruirla, sino para reivindicar y vivir la unidad de la humanidad con ella, para trabajarla respetuosamente, cultivarla y cuidarla.

Luchas en defensa de la tierra y los bienes comunes, articuladas contra los grandes capitales transnacionales de la megaminería, los agroquímicos, las pesqueras. Quienes acorde al modelo extractivo-destructivo de la naturaleza, la tierra, el agua, su flora y su fauna, siembran muerte por doquier. Frente a ellos se alza el pueblo organizado que defiende la vida, que sostiene que el agua vale más que el oro, que se opone a que se traslade un glaciar cual si fuera un objeto más del capital. Desde allí se discuten los conceptos de la “producción” pesquera, petrolera, agropecuaria, minera, cuando en realidad si alguien “produce” es nuestra tierra, y si alguien destruye es el capital que se autodenomina productivo.

Estas luchas contrastan con la verdad irrefutable que nos enseñaron en la escuela, desconstruyen la concepción chata de la geografía capitalista, aquella de la disposición de la tierra para la generación de la renta y las ganancias. La tierra misma pone en evidencia la inviabilidad del capital, al menos de eso nos hablan -o podemos leer- en las heridas sangrantes de los cerros minados y los suelos resquebrajados y deshidratados de tanta soja. Hoy más que nunca, estas luchas nos recuerdan que la resistencia debe ser pensada desde la expropiación y recuperación de los territorios en manos del capital. Y es que para nosotros/as, para los/as de abajo, el territorio no tiene sentido desde el punto de vista de su potencial rentabilidad, sino desde una ligazón histórico-afectiva que nos une a él, y que vamos llenando de contenido, de sentido comunitario, de cultura solidaria.

Entonces (me corrijo) la lucha de clases no es, para nosotros/as, lucha por los espacios lisa y llanamente, sino lucha por los espacios resignificados, valorados, cuidados, queridos. Una óptica contraria e irreconciliable con la idea de rentabilidad que define a los espacios del capital, son luchas por el territorio que la tradición nuestroamericana y popular carga de contenido, de relaciones humanas, de historia. Y es por eso que la consigna ¡no pasarán! resuena con tanta fuerza: No pasarán las topadoras que vengan a desalojarnos de los barrios y las villas, como tampoco pasarán las super-máquinas de las megamineras ni aquellas otras que pretenden destruir nuestros bosques, para instalar grandes cadenas hoteleras y helipuertos privados. No pasará el imperialismo que quiera disponer de nuestra tierra, y decirnos cómo y qué debemos hacer con ella y con nuestras sociedades. No seguirán pasándonos y pisándonos los poderes de turno y las oligarquías locales, secuaces fieles del capitalismo transnacional. El ¡no pasarán! condensa una forma de pensar la tierra y la vida, una manera de trabajar y concebir las relaciones sociales, un proyecto político que hoy construye territorios en resistencia, pero tiene vocación hegemónica.

Es un proyecto político que repudia mis mapas gordos y estáticos, que sabe que las cosas no siempre fueron así, ni así van a seguir siendo. Un proyecto que va constituyéndose en una variedad de luchas, pero que requiere y busca cada vez más, unir esas luchas, articularlas, hacerlas parte de una misma construcción. Porque luchan contra un mismo enemigo: el imperialismo, el capitalismo, la concepción mercantilista de los espacios y la naturaleza, la geografía exacta que sistemáticamente nos inculcan desde la escuela, y a la que hoy, finalmente, puedo contestar ¡no pasarás!



* Integrante del Colectivo de investigación “El llano” y militante del Colectivo Villa La Lonja en el Encuentro de Organizaciones de Córdoba

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Por vamos todavía! - Friday, Sep. 24, 2010 at 1:39 PM

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