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Asesinso seriales, narcotráfico y encubrimiento en la policia federal: La comisaría 52
Por sebastian hacher ((i)) -
Thursday, Apr. 07, 2005 at 2:45 PM
sebastian@riseup.net
Republicación de un trabajo realizado en Agosto del 2004 sobre la Comisaria 52 de Villa Lugano y uno de sus personajes mas característicos. Se trata de la historia de una ola de fusilamientos de jóvenes, que enmarca y antecede el asesinato de Camilia Arjona, la joven de 14 años fusilada hace una semana.
Por
momentos
llegué a pensar que se trataba de una leyenda urbana o la simple
corporización
de un miedo colectivo. Incluso sentí eso cuando lo tuve frente a
mis ojos por
primera vez. Fue un sábado carnaval. Estabamos en la feria de
Villa 20, y había
una procesión de la comunidad boliviana. Era una mezcla de rito
católico y
pagano: desfilaban diablos de colores chillones y lentejuelas que
bailaban para
la Virgen del Socavón, acompañados por un coro de
trompetas, bombos y
trombones. Detrás venían mujeres con polleras de baile,
algunas portando
inciensos y otras siguiendo los pasos que marcaba el ritmo del caporal,
esa
danza de hombres que con cascabeles en las botas representan la
virilidad de
los viejos patrones de estancia. Al final de la procesión,
montado en un Ford
Falcon amarillo, venía El Percha. Alto, canoso, un poco entrado
en kilos pero
con el cuerpo trabajado por el gimnasio, andaba como si todo el cortejo
de
diablos avanzara para abrirle paso. En
realidad,
se trataba Rubén Solares, un sargento de la Policía
Federal Argentina, pero
para la mayoría de los que lo conocen es simplemente "El
Percha". En
ese momento Febrero del 2004- era uno de los principales agentes de la
Brigada
de investigaciones de la comisaría 52, con jurisdicción
en el barrio de Lugano,
Capital Federal, pero con una fama que se extiendía mucho
más allá: en Ciudad
Oculta, en el Gran Buenos Aires, en las cárceles de menores, o
en el exilio de
los sobrevivientes la sola mención de su nombre puede desatar un
rosario de
historias, la mayoría de ellas llenas de abusos y muerte. En
cada rincón
donde resuena su nombre, a Percha se le adjudican asesinatos salvajes,
torturas
y regenteo de robos; en los barrios de Lugano y Mataderos se habla de
él como
el cerebro y la metralla detrás de los negocios policiales de la
zona. "Él es el que
arruina a los pibes", se lamentó
aquella
misma tarde de carnaval Alfredo, un padre de familia que vive desde
hace diez
años en la villa. "Agarra a los
guachitos para que roben para él, y cuando se descontrolan o
quieren salirse
los mata o los manda presos". Una de esos jóvenes era el
sobrino de
Alfredo, que tuvo que volver a su provincia de origen para escapar de
la muerte
segura que significa la deserción. "Cuando
quiso salirse no podía; el Percha le dijo que si dejaba ya
sabía cuales eran
las consecuencias. Nosotros lo mandamos urgente de vuelta para el
pueblo,
porque acá sabíamos que lo íbamos a perder". No
todos
tienen la misma suerte. Cristian tenía 17 años y su vida
se dividía entre tomar
vino al costado de la vía y robar para Percha, que le indicaba
los lugares,
horarios y le daba las armas para cumplir la faena. Los golpes en
teoría eran
seguros; generalmente negocios de la zona que no pagaban por seguridad,
y donde
se podía armar fácilmente una zona liberada. Uno de los
blancos favoritos eran
los supermercados chinos, los mismos donde la policía
prometió no reprimir
durante los saqueos el 19 de Diciembre del 2001, cambiando el rumbo de
los
cientos de vecinos de la villa que se dirigían a pedir comida al
hipermercado
Jumbo. Para
Cristian,
algunas veces los datos fallaban: la víctima no tenía
nada de dinero o lo
recibía a los tiros. La última vez, en uno de los
mercaditos chinos elegidos
como blanco el dueño estaba armado, como esperando el
próximo robo. "Percha me pasó mal el dato -dijo
Cristian a uno de sus amigos- así que no
le voy a pagar un carajo". El joven había podido robar a
pesar del
tiroteo, pero se guardó la parte del botín que le
correspondía a la policía, y
supo enseguida que en alguna forma iba a tener que pagar. "Sabía
que lo andaban buscando, pero no se iba porque no había a
dónde ir". Un
sábado por
la tarde apareció muerto en la vía que bordea la villa.
La versión policial fue
que estaba drogado y se cayó del tren. El agujero que
tenía en la cabeza,
dijeron, era porque se había incrustado un tornillo del riel al
golpear contra
la vía. Todos en el barrio saben que fue un tiro, pero el
silencio rodeó a la
familia cuando uno de sus allegados casi sufre la misma suerte. "El pibe que siempre andaba con él se
salvó de casualidad, porque justo pasó gente por
ahí comentaba uno de los
testigos- y a partir de eso nos dimos
cuenta que no podíamos hacer nada. Cristian ya está
muerto, y reclamar por él
implica arriesgar a los que todavía estamos vivos". Si
hay algo
más riesgoso que romper la disciplina de los policías que
manejan el robo, es
directamente no negociar ni someterse a ellos. Las razones para no
entregarse
al orden policial pueden ser muchas; van desde mantener los
códigos -"yo no negocio con la gorra" -
hasta la simple supervivencia. Pero el esquema de cobrar seguridad a
los
comercios y señalar cuándo y cómo se roba no
admite competencia. Intentarlo
puede costar la vida; un enfrentamiento preparado, una causa armada o
un misterioso
ajuste de cuentas puede esconderse en cualquier esquina. Porque cuando
se entra
en el juego, sólo hay una forma de salir. La
mayoría de
las fuentes consultadas coinciden en señalar que
-a diferencia de sus colegas bonaerenses- la Policía
Federal es
experta en fraguar causas, plantar pruebas y ganarse el favor de
amplios
sectores del poder judicial. En las comisarías de la zona esa
práctica tiene
una larga escuela, cuyo origen se puede rastrear en dos de sus
comisarios.
Héctor Armando Sodano -que tuvo sus cinco minutos de fama en
Octubre del 2002,
cuando asesinó a su mujer- está implicado en al menos 19
causas fraguadas por
la Policía Federal. Las denuncias, recopiladas por la
Procuraduría General de
La Nación, señalan que 18 de esos casos se dieron durante
los años 1997 y 98,
mientras Sodano era Comisario de la División Brigadas de
prevención de
Seguridad Ferroviaria. En 1999 estuvo al frente de la Comisaría
52, gestión en
la cuál se detectó al menos un caso armado. Finalmente,
pasó al frente de la lindante
comisaría 42, de donde pidió su retiro poco
después de un caso de gatillo
fácil. Ese último asesinato durante su gestión
sucedió el 4 de Marzo del 2002 y
la victima fue Marcelo Báez, un jugador de fútbol de 16
años que vivía en
Ciudad Oculta. El
acta del
operativo, donde se armó un escenario de enfrentamiento para
justificar la
ejecución, estaba firmada por Sodano. El que había
apretado el gatillo era el
suboficial Justo Luquet, que al momento de disparar ya estaba procesado
por una
causa falsa en su anterior destino; la misma la División
Brigadas de prevención
de Seguridad Ferroviaria en la época del mismo comisario. Luego
del crimen,
Luquet fue trasladado a la comisaría 48, y sólo
pasó a disponibilidad cuando la
CORREPI descubrió su anterior deuda con la justicia. En otras
palabras: Luquet,
al momento de matar, estaba trabajando en forma ilegal. Se desconoce
cuántos
otros protegidos de Sodano siguen trabajando hoy en la zona; el
único dato
cierto es que con su mudanza a la 52 primero y a la 42 después,
el comisario
parece haber ayudado a perfeccionar esas prácticas. Hasta
que se
hizo cargo de la seccional 52, Carlos Francisco Sidras había
sido Jefe de la
División Leyes Especiales. En la época en la que estaba
al frente de ese
departamento, la Procuraduría detectó al menos tres casos
de causas fraguadas.
Durante su gestión en la 52 se detectaron oficialmente dos, pero
según varios
indicios podrían ser muchísimas más; se calcula
que sólo el 30% de las causas
fraguadas salen a la luz, y las protagonizadas por Sidras no parece ser
la
excepción. Actualmente, es uno de los pocos comisarios que
pidió su retiro, una
situación que le permitirá cobrar su sueldo de por vida. Fue
bajo la
dirección de Carlos Sidras cuando Percha alcanzó su
apogeo, asesinando a mansalva
y armando causas para eliminar a los díscolos, mantener sus
negocios, ganar
ascensos o aumentar la estadística. Son pocos los casos que
salieron a la luz;
la mayoría se pierde en los interminables pasillos de Villa 20 y
Ciudad Oculta,
allí donde verlo llegar es la señal para empezar a correr. El
11 de
Febrero del 2002, frente a los monoblocks de Villa Lugano, cayeron
muertos
Daniel Barbosa y Marcelo Acosta, ambos de 17 años de edad. Eran
las 2:15 de la
madrugada, y sonaron varios disparos que despertaron a medio barrio.
Una hora
después, con las sirenas apagadas, los patrulleros comenzaban a
inundar la
zona. "Un comisario inspector de la
Policía Federal mató hoy a balazos a uno de los tres
ladrones que le quisieron
robar su coche", informaron durante la mañana las agencias
de
noticias. El comisario Alberto Damián Medina, que supuestamente
cometió los
disparos, declaró a la justicia que a las 2:50 a madrugada,
mientras venía de
visitar a su madre de 85 años, se paró en el
semáforo de Saladillo y Cruz a
pesar de que le habían advertido de que allí le
podrían robar. Siempre según su
versión, lo rodearon tres personas; una con un arma en la mano,
otro con un
caño que sobresalía de sus ropas y el tercero con "un bulto sospechoso en el bolsillo", que finalmente
resultó ser un pedazo de percha. Medina
declaró
que "nunca me había enfrentado con
nadie", pero que al sentirse en peligro se agachó bajo la
guantera del
coche y efectuó tres disparos sin mirar. Con el primero
supuestamente rompió el
vidrio de su coche y con los otros hirió a los dos
jóvenes; a uno le dio en el
ojo, y al otro en la tetilla. El tercero logró escapar. Daniel
murió
instantaneamente, y Marcelo lo haría horas después en el
hospital. Para
Evarista
del Valle Vera, la madre Daniel, esa madrugada terminó un
infierno y comenzó
otro. Al momento de ser asesinado, el adolescente acababa de volver a
su barrio
luego de varios meses refugiado en la casa de su padre en el Gran
Buenos Aires.
Es que durante los últimos años Percha se había
ensañado con él y su hermano
luego de una discusión de los jóvenes con un
policía de civil. Lo que había
comenzado por una pelea de barrio (de esas que se originan por no
convidar un
cigarrillo) se había convertido en acoso y amenazas permanentes.
Y terminó en
un doble asesinato. Desde
las
ventanas de los monoblocks, al menos cuatro testigos decían
haber visto al
Percha fusilando a los jóvenes, y luego otra vez al
policía moviendo los
cuerpos para armar la escena. Uno de esos testigos también
escuchó las últimas
palabras de Marcelo: "Dejame loco,
yo no hice nada", y enseguida el grito de auxilio de Daniel: "¡llamen a mi mamá!". Según
esos testigos, ambos estaban en la plaza en la que se encontraban todas
las
noches. Percha los detuvo allí, los hizo arrodillar en el piso y
los ejecutó de
un tiro a cada uno, disparando en las zonas del cuerpo donde suele
hacerlo.
Varios minutos después se escucharon otros tres estampidos,
quizás casi al
mismo tiempo en que las huellas de sangre marcaban el lugar por el que
habían
arrastrado los cuerpos para armar la escena. La
jueza
Susana Vilma López envió personal de inteligencia de la
Policía Federal para
encontrar a los testigos que la madre de Daniel había nombrado
en su
declaración. Previsiblemente, ninguno quiso hablar; la mujer
policía destacada
para la tarea se encontró con silencios y puertas cerradas. Para
ellos, la
visita policial fue vivida como otra señal, tan macabra como la
percha que
apareció sobre el cuerpo de Daniel. O la sonrisa del asesino
cuando se sumó al
cortejo fúnebre que despidió a los muertos. Algo
similar
sucedió dos semanas después con Gabriel Omar Pipi
Álvarez, un joven de 21
años, casado y con una hija de dos años y medio.
Según algunos testimonios Pipi
era "un chorrito que no podía matar
ni una mosca", y según otros "había
dejado la calle y trabajaba como remisero". Pocos días antes
de morir,
el joven había sido amenazado en su casa. Percha, que lo
había seguido hasta
allí, le aseguró que la próxima vez que lo cruzara
iba a ser la última. Y le
aclaró que él podía entrar a su casa cuando
quisiera, "porque a mí me ampara la ley". El
joven fue
fusilado frente a varios testigos el 25 de Febrero del 2002, a plena
luz del
día, en un episodio que fue presentado a la prensa como un "confuso tiroteo". Su cuerpo tenía tres disparos:
uno en
cada brazo y otro que -aseguran los testigos- entraba por la nuca y
sobresalía
en la frente. "No me matés, tengo
una hija", fue lo último que pudo decir mientras estaba de
rodillas y
cerraba los ojos esperando el tiro de gracia. En la escena del crimen
apareció
una pistola 9 milímetros, que las agencias de noticias
anunciaron como "propiedad de un policía".
Según los testigos fue "plantada" luego de la ejecución.
Los
presentes al momento del fusilamiento, que eran varios, y los
familiares de
Pipi tuvieron que callar su verdad: las fotos del cadáver
recorrieron el barrio
con un mensaje: "al que habla, le
puede pasar lo mismo". El Percha las llevaba en su bolsillo y, al
mostrarlas, agitaba como un trofeo la pulsera de oro que le
había sacado a la
víctima. A más de dos años, todavía sigue
siendo difícil que alguien quiera
recordar lo sucedido. Pocos
días después,
el periodista Carlos Rodríguez publicaba una nota en
Página 12 reseñando los
tres asesinatos. La crónica terminaba diciendo que "en
la parroquia de la Villa 20, a cargo de los curas Jorge Tomé y
Jorge Díaz, todavía provoca asombro la actitud del
Percha, pistola en mano,
haciendo alarde el día del sepelio. Los sacerdotes tuvieron que
intervenir para
que los amigos de Pipi no lincharan al policía." Era la
primera vez
que las denuncias contra Percha llegaban a la prensa. Y él
parecía orgulloso;
un joven que fue detenido en la comisaría 52 contó que "a la nota la tenía pegada en la pared de la oficina
donde toman
mate, junto con fotos de algunos operativos". El título del
artículo
era "El terror de los pibes del
barrio". "Es un tipo querido por
los superiores, porque
es un buen recaudador" cuenta alguien que
estuvo cerca de Percha mientras éste
prestó servicio en una comisaría de Palermo. "Siempre
trabajó en la brigada -explica el conocedor- que
es donde se mueve la plata y los negocios
sucios". Toda comisaría tiene la suya; la Brigada es el
grupo de
policías que patrullan en coches particulares, sin uniforme y
con carta blanca
para hacer lo que quieran. La "recaudación"
que ellos manejan es la caja negra de las comisarías. Se
alimenta del
narcotráfico, las zonas liberadas, los proxenetas y otros
grandes negocios
ilegales. El resto, las pequeñas transgresiones que reportan
menos dinero o son
ocasionales, están en manos del patrullero común. A ojos
del conocedor, "todas las brigadas cumplen la misma
función; hacer la recaudación para el comisario, y el
Percha es un experto en
eso... En Palermo -continúa- seguramente
no se sentía cómodo; hay mucha plata, pero también
hay más problemas. Ahí, si
le pegás mal a un pibe, puede ser que sea el hijo de alguien
importante. Te
ponen 15 abogados y te arruinan la vida". En
Lugano es
diferente. Allí viven los invisibles, esos por los que casi
nadie va a
reclamar. En los pasillos de la pobreza, Percha se siente a sus anchas.
Y
seguro de tener impunidad. Su oficio, su experiencia como
"recaudador" es lo que de a poco lo vuelve intocable dentro de la
fuerza policial. "El que hace la
recaudación, continua el conocedor,
genera lazos muy fuertes con la superioridad. El que está en la
brigada le da
de comer al comisario, y cuando lo trasladan o lo ascienden eso no se
puede
olvidar; el que está en la brigada le conoce todos los negocios,
y cuando tiene
un quilombo o una denuncia en su contra, lo va a consultar. 'Yo a vos
te di de
comer -le dice- así que ahora solucioname este problemita'. Y el
superior lo
tiene que defender sí o sí. Se crea una dependencia
mutua, un circulo de
impunidad". La
"caja negra" no sólo alimenta
los bolsillos de los oficiales y eleva hasta el paroxismo la impunidad.
También
figura, por omisión, en la planilla de gastos de las
comisarías, que hasta hace
poco se podía consultar en internet. Por poner un ejemplo, en el
mes de Abril
del 2004, la comisaría 52 gastó en el rubro "repuestos
y mantenimientos de automotor" nada más que $0,00 para un
total de 18
móviles. Y no es una excepción; durante ese mismo mes, la
totalidad del parque
automotor de las comisarías de la Federal insumió $1247
de mantenimiento y
repuestos. En otras palabras: en un mes, los 616 móviles
utilizados por las 53
comisarías de la ciudad gastaron un promedio de $2 cada uno.
Menos de un dólar
por unidad. Pero
si la
recaudación es la base de la pirámide de la impunidad,
los engranajes que la
hacen funcionar parecen obra de una ingeniería mafiosa. Pongamos
un sólo
ejemplo: el Departamento de Asuntos Internos, teóricamente
encargado de
investigar y sancionar a los policías que cometen
irregularidades, funciona
como un mecanismo de protección de los que delinquen y castigo
para los que
denuncian. En el caso de Percha Solares las denuncias se acumulan desde
1998.
Una abogada que tuvo acceso a su legajo -adjuntado en una causa por
asesinato-
se sorprendió de encontrar allí "solamente
las denuncias de los familiares, sin ninguna otra información ni
indicio de que
hayan investigado algo". Los
policías
que se animan a denunciar la corrupción dentro de la fuerza que
los emplea,
tienen suerte inversamente proporcional a los que actúan como
Percha. Uno de
ellos es el ahora ex-cabo primero Marcelo Hawrylciw, dado de baja en
tiempo
récord. En 30 días, Asuntos Internos resolvió, sin
posibilidad de apelación,
que estaba fuera de la fuerza policial. ¿El motivo? En 1988,
declaró en una
investigación judicial por "asociación
ilícita, enriquecimiento ilícito y coimas" contra sus
superiores. Se
trataba de una causa que llevaba la fiscalía de Lanusse, donde
se investigaban
4000 sumarios policiales del año 1997. En muchos de esos
sumarios aparecían
testigos repetidos, algunos con diferente nombre pero igual
número de
documento. Detrás de esos sumarios sospechosos, se
escondía una práctica común;
extorsionar a trabajadoras sexuales, travestis y vendedores ambulantes,
deteniéndolos para "hacer estadística" y cobrarles
coimas. Asuntos
Internos no sólo dejó afuera al que osó romper el
silencio, sino que también
ayudó a mantener la impunidad de los implicados en aquella
frondosa causa. "El fiscal cuenta Hawrylciw cuando investiga a un policía, manda a
pedir un allanamiento a Asuntos Internos, y lo primero que hacen ellos
es
avisarle a sus superiores. Entonces, cuando van a allanar, todo el
mundo sabe
que están yendo, y nunca encuentran nada". Actualmente,
luego de tres atentados contra su vida y amenazas varias, el ex-cabo
Hawrylciw
vive permanentemente rodeado por seis custodios. La causa en la que
testificó
todavía no llegó a ninguna conclusión. Lucas
Roldán,
de 28 años, tocaba la guitarra y escribía sus propias
canciones. Con su último
trabajo estable se había comprado un coche; quería
trabajar de remisero, pero
todavía no había podido aprender a manejar. La
desocupación lo encontró con un
hijo de dos años, y limpiar vidrios fue la primer actividad que
se le ocurrió
para darle de comer. Ocurrió
el 6
de marzo del 2003 a las 17 horas. Lucas subió a una camioneta
Partner manejada
por una mujer que iba acompañada por varios hombres.
Aparentemente había sido
contratado para algún trabajo eventual
pero cuarenta y cinco minutos después apareció
muerto de cinco balazos
en Av. Escalada al 4200. Teóricamente estaba manejando un coche
robado la noche
anterior, con un kilo y medio de cocaína debajo del asiento y
una pistola 9mm
en la mano, que luego resultó ser propiedad de la policía
cordobesa y no tenía
pedido de secuestro. La
versión
policial fue dada a conocer por la declaración del Sargento
Rubén
"Percha" Solares, que fue parte del operativo. El Percha dijo que
mientras se desplazaban por la zona junto al resto de la brigada de la
comisaría 52, vieron un auto sospechoso. Al darse cuenta de que
eran policías,
el conductor sospechoso aceleró la marcha y comenzó a
disparar, todo al mismo
tiempo. Luego de que el supuesto hampón le acertara a la rueda
del Falcon en el
que iba la Brigada, "el caco" (así lo llama el acta del
procedimiento) perdió control del auto y chocó contra un
árbol. Los cuatro
miembros de la brigada se bajaron del coche para enfrentarlo. Estaban
el Sgto.
Lucio Montero (alias "el Paraguayo"), el Inspector Morteyru, el
Sargento La Loggia (alias "el 22") y el citado Rubén
"Percha" Solares. Siempre según la versión de este
último, La Loggia
se escondió detrás de la puerta, Percha y Morteyru
cruzaron la calle para
parapetarse detrás de un cantero y Montero, el héroe de
la jornada, se paró de
frente al agresor que seguía disparando. El
joven murió
de cinco balazos; uno en el cuello, dos en el brazo y otros en el
tórax. Unos
días después, un diario de la zona publicaba una
crónica titulada "Uno menos: cayó en tiroteo
peligroso
narcotraficante". El diario barrial, que reproducía la
primer versión
policial, contaba que los agentes habían encontrado dentro del
coche un kilo y
medio de cocaína. La crónica difería un poco de lo
que luego los policías
declararían en la justicia; para el periódico, al
intentar escapar, el joven
había perdido el control del coche y huía a pie, "mientras se parapetaba detrás de las columnas de
alumbrado".
En la versión judicial, el enfrentamiento se había dado a
menos de un metro del
automóvil. El Sargento Montero, único de los
policías que disparó, logró
-además de darle cinco tiros a Lucas- romper el parabrisas
delantero del coche
que éste supuestamente manejaba, quizás con balas
entrenadas para girar 360
grados. El
cuerpo de
Lucas estuvo seis días sin identificar: seis días en los
que la familia
recorrió varias veces las comisarías de la zona, incluso
la propia 52. Recién
encontraron el cuerpo cuando leyeron la crónica publicada en los
medios
barriales, y decidieron ir a identificarlo a la morgue judicial. Las
pericias
posteriores revelaron que las balas que recibió Lucas fueron
disparadas de
"arriba hacia abajo". Esto, sumado a que Lucas era zurdo y que
-sabiendo o no manejar- era casi imposible que lo haga al mismo tiempo
que
disparaba, mantiene todavía la causa abierta y la sospecha sobre
los policías. Pero
en
realidad, el caso de Lucas Roldán tiene puntos muy similares con
otros casos de
la zona. Uno de ellos, esclarecido a favor de la víctima, forma
parte del
informe de la Procuraduría General de La Nación sobre
causas fraguadas. Sucedió
el 21 de Mayo del 2002. Una travesti que ofrecía su cuerpo en la
zona de
General Paz y Ricchieri, consiguió un cliente que la
llevó para el lado de
Villa 20. Llegando al barrio el coche chocó contra otros
estacionados y el
conductor salió huyendo. No pasó menos de un minuto y la
policía, junto a las
cámaras de televisión, estaba rodeando el
automóvil y a la travesti que había
quedado atrapada allí. El día después, el diario
Crónica publicó que un travesti
quedó detenido anoche en el
barrio porteño de Villa Lugano, luego de tirotearse con la
policía cuando
intentaba escapar en su automóvil con un kilo y medio de
marihuana, informaron
fuentes policiales. La nota finalizaba diciendo que "fuentes
policiales indicaron que el travesti detenido responde al
nombre de Lulú y es conocido por sus antecedentes en robos y
tráfico de
drogas. Casi
al mismo
tiempo en que salía el artículo, Lulú era
liberada. Al igual que Lucas, no
tenía antecedentes penales y sus compañeras declararon
que había sido
"levantada" en la zona donde trabajaban habitualmente. Por su parte,
la comisión que investigaba las causas fraguadas había
visto el operativo por
televisión, y tanto los personajes que participaban -allí
estaba todavía el
comisario Sidras- como la forma en que todo parecía montado,
hacían suponer que
se trataba de uno de los tantos operativos falsos que estaban
investigando. El
coche en el que fue detenida -al igual que en el caso de Lucas
Roldán- había
sido robado la noche anterior, cerca de la zona del operativo. Pocos
días
después del caso de la travesti, dos jóvenes que
limpiaban vidrios fueron
reclutados en el partido de Avellaneda, para realizar un trabajo, que
esta vez
consistía en "apretar" un comerciante. Fue el 7 de Junio del
2002, y
en el operativo participaron los mismos policías que en el caso
de Lulú. Uno de
los jóvenes fue asesinado y el otro, que era menor,
resultó herido de
gravedad.El arma de fuego que fue
secuestrada pertenecía a una agencia de seguridad privada de la
provincia de
Buenos Aires, sin denuncia de robo o extravio. La seccional fue
premiada ese
mismo año como la mejor comisaría. El
caso de
Lucas no fue una ecepción. Sin embargo, una pregunta queda
flotando en el
ambiente. ¿Para qué alguien va a sacrificar un kilo y
medio de cocaína o
marihuana para armar un procedimiento falso? La respuesta está
al final del pasillo. Alejando
"Cañito" Gramajo tenía 16 años. Era flaco y rubio,
y el sobrenombre
se lo atribuían a los rulos tirabuzón que caían
sobre su rostro de niño. A
veces, Cañito tenía problemas: su padre estaba preso, y
desde esa ausencia la
Villa 20 se había convertido en un lugar hostil para él.
La pasta base lo
atrapaba de a ratos, cuando la angustia de existir se hacía
insoportable, y la
única forma de zafar era irse de vez en cuando a la casa de
algún pariente.
Cañito quería ser soldado, terminar la secundaria, jugar
al fútbol y crecer. Eran
las
primeras horas del 14 de enero del 2004 y la abuela de Cañito
había muerto
hacía una semana. Desde entonces, cuando el cielo se llenaba de
estrellas,
Cañito subía al techo de la iglesia, se armaba un porro y
se quedaba acostado
contra la chapa, esperando que el tiempo pase. Juntaba las monedas que
los
vecinos le daban para comprar comida y lo que sobraba del
sánguche se lo
gastaba en droga; la dosis de pasta base sale a veces 2 pesos, y con
eso le
alcanzaba para tirar una noche entera. Esa
última
noche de Enero dicen que fue diferente. Dicen que quiso robar en
Cáritas, que
estaba con otros dos pibes de su edad, que habían fumado mucho y
que a las 5 de
la mañana alguien llamó a la policía. Nada se
comprobó, pero lo cierto es que
Cañito cayó desde el tinglado con un balazo en la cabeza,
y que cuando estaba
en el piso recibió dos más. No
estaba
armado, y si lo hubiese estado era un detalle anecdótico; la
pasta base
convierte a los adictos en zombis, incapaces de coordinar sus acciones.
Se
trata de una droga que se fabrica con los desechos de los
químicos con los que
se produce la cocaína, y a veces se corta con veneno para rata o
el polvo de
los tubos fluorescentes. Los drogadictos viejos y los pibes de las
esquinas la
desprecian, porque es tan barata como adictiva y mortífera;
bastan algunas
semanas de consumo para ganarse el sobrenombre de "muerto vivo", para
deambular sin rumbo buscando la forma de conseguir una nueva dosis. "Es un pobre pibito", se
lamentaba uno de
los policías en la madrugada de Lugano. Mientras lo
hacía, limpiaba el cuerpo
recién baleado de Cañito para borrar las pruebas del
fusilamiento. En la zona
había un enjambre de patrulleros de las comisarías 48, 42
y 52, las tres comisarías
que dominan el territorio donde la Capital Federal bordea con la
General Paz. Desde
el
puente que cruza la vía, los vecinos se agolpaban para saber
quién era la
víctima y observaban cómo se armaba la escena. "Era como una bolsa de papas, lo movían para
acá y para allá todo
el tiempo, se notaba que lo estaban acomodando", recuerda
todavía uno
de los vecinos que fue testigo y que, como la mayoría en la
zona, prefiere
resguardar su identidad. Por la mañana, las crónicas
policiales hablaron de un
feroz tiroteo contra jóvenes delincuentes. Siguiendo esa
línea, en el barrio
alguien colgó un pasacalles que respondía a los pedidos
de justicia de la
familia. El cartel decía una sola frase, inspirada en las
campañas a que la
mayoría de los medios nos tienen acostumbrados: así
mueren los delincuentes. Todavía
nadie
sabía que la muerte de Alejandro se convertiría, meses
después, en la síntesis
del accionar policial en la zona. "A la gilada esa la
hacen con los desechos de
la cocaína, le meten de todo; hasta veneno para ratas. Para
fumarla agarrás un
cañito de antena de televisión, le metes virulana adentro
y dejás un poco para
poner la pasta. Es un flash jodido; te sube directamente a la cabeza
con la
primer pitada, y te va quemando todo por dentro. En dos o tres meses no
servís
para nada, porque se te van las ganas de comer, de bañarte, de
todo; quedas
estúpido. Por eso a los que fuman les decimos los muertos vivos.
En el barrio
es un bajón ver a los pibes así, tirados en las esquinas,
descalzos, deformados
de tanta porquería. Yo los veo cuando fuman, y se le ponen duros
los tendones,
se contorsiona todo el cuerpo. Fuman y a los cinco minutos el cuerpo te
pide
más, porque la porquería es muy adictiva, te engancha
enseguida y perdés,
terminas meando, cagando y escupiendo sangre. Algunos empeñan
hasta el inodoro
para seguir fumando, y otros llegan a prostituirse para conseguir un
poco
más". El
testimonio
corresponde a Ciudad Oculta, y fue escuchado apenas unas horas antes de
escribir estas líneas. La droga de la que se habla es la temible
pasta base,
que junto con el pegamento hacen estragos en chicos desde los 6
años y hasta la
adolecencia. Se consigue por cinco pesos, o a falta de capital se puede
empeñar
lo que se tenga puesto; las zapatillas, un buzo, una campera, el DNI o
el
propio cuerpo. Una
madre con
dos hijos explica que "la única
forma de que los pibes no caigan en la bolsita o en la pasta base es
estarles
todo el día encima. Yo si los mando a comprar y tardan cinco
minutos ya los
tengo que salir a buscar, no me queda otra. Si tuviera trabajo no se
como
haria". Sus hijos tienen 6 y 8 años, pero la baja edad no
los
inhabilita para nada, porque "acá,
desde los cinco años ya consumen la porquería". Nadie
recuerda
la fecha exacta; fue una noche de verano, a fines de Enero del 2004,
cuando
comenzaron a juntarse en una de las canchitas de fútbol del
barrio. Nadie
quiere recordar quién tuvo la idea, pero en las pupilas de todas
ellas está
pintada a fuego la escena de las cuarenta madres que comenzaron a
marchar,
armadas de martillos y palos hasta la casa de uno de los dealers de
pasta base.
Boquete en la pared mediante, esa noche recuperaron 70 documentos,
varias
camperas y zapatillas que sus hijos habían empeñado para
comprar una nueva
dosis de pasta base. Luego se fueron golpeando las manos hasta la casa
de uno
de los más temibles; un vendedor de pasta base llamado Isidro
Véliz para unos,
o Isidoro Ramón Ibarra Ramírez para otros. La
primera
noche llegaron hasta la puerta de su casa, aplaudieron y se fueron para
volver
24 horas después, exigiendo que dé la cara. Y el dealer
la dio; desde la
terraza salió junto a su familia portando armas largas,
riéndose de las
mujeres. En el revuelo, un pibe de ocho años aprovechó
para rescatar la
bicicleta que acaba de cambiar por una dosis de pasta base. Fue lo
único que se
recuperó; la policía, alertada por los propios
narcotraficantes, llegó para
protegerlos. Amenazando a las mujeres logró custodiarlos para
que salgan de la
villa, advirtiendo a cada una de las mamás que "vos
tenés hijos, fijate que después algo les puede pasar".
Amparados en esa advertencia, al otro día los narcos estaban
nuevamente en el
lugar. Como si nada hubiera pasado, como si la protección
policial los volviera
omnipotentes. Con
mucho
miedo, desde al anonimato, una de las mamás explica que "sin acuerdo con la policía no se puede vender droga
en el barrio.
El que paga tiene protección, y lo cuidan de la competencia.
Acá cerquita hasta
hace poco había una señora que vendía
cocaína, y como no era del grupo que está
con la policía, le reventaron la casa. Le sacaron cuatro kilos,
y al rato los
estaban bajando en la casa de Teresa, que es una de las que arregla con
ellos". Esa
misma
connivencia explica el por qué se puede sacrificar un kilo y
medio de cocaína
para hacer un operativo falso. "La
historia es simple -cuenta alguien que conoce de cerca la
relación entre
policías y narcos-. Cuando ven que tienen
problemas, hay alguna denuncia o necesitan hacer estadística,
llaman al narco y
le dicen que necesitan dos kilos para armar un operativo. A veces
también se lo
sacan a algún dealer menor, así el capo no pierde plata.
Otras, es como un
impuesto para tener la seguridad de que van a seguir vendiendo.
Después, cuando
hacen el operativo aparece un kilo y medio; la parte que falta se la
queda el
policía que lo organiza, y si el narco se queja le dice que
bueno, que nadie
trabaja gratis, y que no se queje porque le están cuidando el
culo". Y
en eso llegó
la televisión. Con sus simplificaciones extremas, con sus
imágenes calculadas
para conmover a la teleaudiencia. Pero
también con un mérito; hacer visible lo invisible, tirar
un pedacito de
realidad, pequeño y amañado, frente a los ojos
voyeuristas de la
teleaudiciencia. En exclusiva, Gastón Pauls con las Madres de la
Pasta Base.
Simplemente eso; las cámaras de la TV recorriendo Ciudad Oculta,
mostando cómo
las madres se enfrentaban a los narcos de la pasta base y denunciaban
la
connivencia de la policía. Entonces,
por
fin, el Estado los vió. Un año después de las
primeras denuncias, la magia de
la televisión lograba lo que nadie había podido; que el
Estado actúe, por lo
menos para no perder la forma. Una semana después de la
aparición del programa
de televisión que mostró a las "madres de la pasta base",
las brigadas
de las comisarías 42, 48 y 52 eran removidas, junto con el
comisario de la 48.
Entre ellos, estaba -por lo menos en teoría- Rubén
"Percha" Solares. Y
aquí parece
que termina la historia. Pero no es tan así. En
Ciudad
Oculta, ayer murió aplastado un pibito de ocho años.
Alucinó con el poxirrán,
se colgó del estribo de un colectivo y quedó atrapado en
la rueda. "Hacía mucho que se daba con la bolsita
de pegamento y se paseaba entre los coches, jugando a esquivarlos. Ya
se sabía
que iba a terminar así" me explica una vecina más
resignada que
triste. La semana pasada, como un presagio, un tiroteo protagonizado
por gente
del barrio contra la nueva brigada, terminó adentro de un
comedor donde había
50 chicos. "La policía entró
disparando, y no fue una masacre de casualidad", cuenta una madre
que
no se anima a repetir los insultos con que respondieron los
policías cuando los
increpó por disparar dentro del salón comunitario. Para
los
narcos, la situación también cambió después
del informe en televisión. "Ahora ya no venden en
las casas
-comenta un joven- sino que están en los
pasillos ofreciendo. Se volvieron vendedores ambulantes, pero siguen
siendo los
mismos de antes". En
Villa 20 y
en la zona de Lugano, las cosas no cambiaron mucho. "Vinieron
a cobrarme la seguridad, dicen que es para tener mejor
custodia y que no nos roben en el negocio", dice un comerciante que
recibió las visitas de la nueva brigada de la comisaría
52. En un pasillo
organizan un cumpleaños, y medio centenar de pibes hacen cola
para llevarse un
pedazo de la torta que corta una señora de canas y ojitos
arrugados. Mas allá,
alrededor de un bracero, una familia correntina hace una fiesta para el
Gauchito Gil, el santo pagano de los pobres, que aquí parece ser
protector de
los cartoneros y cirujas. Suenan cumbias, algún sapucay se
pierde entre los
ranchos y las conversaciones en guaraní llegan con el viento.
Todo indica que
la vida sigue. ¿Y
el Percha?
Todavía merece algunas líneas. Exactamente una semana
antes de que renuncie
Béliz, y dos meses después de la supuesta remoción
de las tres Brigadas de la
zona, un grupo de madres de víctimas del gatillo fácil
participó de una reunión
en el Ministerio de Seguridad. Era para responder una simple pregunta:
¿dónde
estaba ahora el cuestionado Sargento Solares? Porque ni los programas
contra la
impunidad, ni la justicia, ni los sistemas informatizados, ni las
oficinas de
Asuntos Internos, podían responder a una simple pregunta: si
habían dejado a
Percha en disponibilidad, lo habían trasladado de
comisaría, o si simplemente
lo habían escondido debajo de alguna alfombra policial. "Te confieso -escucharon las madres en uno de los
pasillos del
ministerio- que no tenemos idea. La
policía nos vive tirando carne podrida, y no sabemos cuando
mienten y cuando
no". En
realidad,
para saber si un Policía Federal está en disponibilidad o
no, simplemente hay
que consultar las órdenes del día. En la Federal esas
órdenes están en papel y
cualquier funcionario de la cartera de seguridad, en circunstancias
normales,
tiene acceso a ellas. Pero la respuesta, el eterno "no
sabemos", no es una sorpresa para quienes se han
empapado de las causas que rodean el accionar de la comisaría 52
y de Percha en
particular. Nos pasó a todos los que de alguna un otra forma
participamos de
esta crónica; viajamos desde el silencio de los condenados hasta
la
incertidumbre de enfrentarse a un Estado cuyos laberintos
marearían al propio
Kafka. En
esos
laberintos se pierde el llanto de las madres. Los interminables
pasillos de los
juzgados, de los ministerios, de las secretarías oficiales y los
programas
contra la impunidad cajonean con elegancia sus esperanzas de obtener
aunque sea
un poco de justicia. Mantienen, por supuesto, una rendija por donde se
cuela un
rayito de luz; una palmada en el hombro de algún funcionario,
algún dato que ya
todos sabemos, una nueva conferencia de prensa, un acto oficial y hasta
-buenos
contactos mediante- un encuentro con el presidente. Las opciones son
muchas, y
siempre van acompañadas por una frase mágica, repetida
hasta el hartazgo:
vuelva mañana. Allí
las
víctimas quedan atrapadas, después de muertas, en un
proceso siniestro donde la
primer batalla es demostrar su condición de tales. Veamos si no
el caso de
Alejando "Cañito" Gramajo; víctima de la pasta base que
la misma
policía fomenta en el barrio, termina muriendo bajo las balas de
esa misma
policía, para luego ser presentado a la sociedad como "un peligroso delincuente menos". En
esos
laberintos también se esconde el Percha. Lo hace bajo los
abultados sobres de
dinero sucio que recorren los despachos de las jerarquías
oficiales. Y de vez
en cuando reaparece, como si fuera una verdadera leyenda urbana, o un
asesino
que vuelve siempre al lugar de sus crímenes. Algunas voces
aseguran que lo vieron
a Lugano, a la tierra de sus andanzas y masacres.
Quienes lo
hicieron, no saben si fue a comprar cocaína o a atender sus
múltiples negocios.
Sólo saben que allí estaba, imperturbable, con sus
camisas de colores
estridentes y sus pelos siempre peinados al gel. ¿Sigue siendo
policía? ¿Se
robó otras vidas en las sombras de la noche, y el miedo
volvió a acallar el
llanto de las víctimas?
-Haciendo escuela
-Asesinatos anunciados
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-Triángulo de la muerte
-Los narcos
-Pasmosa normalidad