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problemas de la política autónoma: pensando el pasaje de lo social a lo político
Por ezequiel adamovsky -
Saturday, Mar. 18, 2006 at 11:09 PM
¿cómo avanzar en la construcción de una política autónoma? ¿cuáles son las condiciones para dotarnos de una política emancipatoria efectiva, con capacidad para cambiar radicalmente la sociedad en que vivimos?
Problemas de la política autónoma: pensando el pasaje de lo social a lo político Ezequiel Adamovsky Primera parte: Dos hipótesis sobre una nueva estrategia para la política autónoma Me propongo presentar aquí
algunas hipótesis generales relativas a los problemas de estrategia de los
movimientos emancipatorios anticapitalistas. Me interesa pensar las condiciones
para dotarnos de una política emancipatoria efectiva, con capacidad para
cambiar radicalmente la sociedad en que vivimos. Aunque no tendré espacio para
analizar aquí casos concretos, estas reflexiones no son fruto de un ejercicio
meramente teórico, sino que parten de un intento por interpretar las
tendencias propias de una serie de movimientos en los que he tenido ocasión de
participar el de asambleas populares en Argentina o algunos procesos del Foro
Social Mundial y otras redes globales o que he seguido de cerca en los últimos
años como el movimiento piquetero en Argentina o el zapatista en México. Daré por
sentados, sin discutirlos, tres principios que considero suficientemente
demostrados, y que distinguen la política anticapitalista de la de la izquierda
tradicional. Primero, que cualquier política emancipatoria debe partir de la
idea de un sujeto múltiple que se articula y define en la acción común, antes
que suponer un sujeto singular, pre-determinado, que liderará a los demás en el
camino del cambio. Segundo, que la política emancipatoria necesita adquirir
formas prefigurativas o anticipatorias, es decir, formas cuyo funcionamiento
busque no producir efectos sociales contrarios a los que dice defenderse (por
ejemplo, la concentración de poder en una minoría). Tercero, que de los dos
principios anteriores se deriva la necesidad de cualquier proyecto
emancipatorio de orientarse hacia el horizonte de una política autónoma. Es una
política autónoma aquella que apunta a la autonomía del todo
cooperante, es decir, a la capacidad de vivir de acuerdo a reglas definidas
colectivamente por y para el mismo cuerpo social que se verá afectado por
ellas. Pero es una política autónoma porque supone que la
multiplicidad de lo social requiere instancias políticas de negociación y
gestión de diferencias, es decir, instancias que no surgen necesaria ni
espontáneamente de cada grupo o individuo, sino que son fruto de acuerdos
variables que cristalizan en prácticas e instituciones específicas. Cuadro de situación: la
debilidad de la política autónoma Desde el punto de vista de la
estrategia, los movimientos emancipatorios en la actualidad se encuentran,
esquemáticamente, en dos situaciones. La primera es aquella en la que consiguen
movilizar una energía social más o menos importante en favor de un proyecto de
cambio social radical, pero lo hacen a costa de caer en las trampas de la
política heterónoma. Por política heterónoma refiero a los mecanismos
políticos a traves de los cuales se canaliza aquella energía social de modo tal
de favorecer los intereses de los poderosos, o al menos de minimizar el impacto
de la movilización popular. Hay muchas variantes de este escenario: -Por
ejemplo el caso de Brasil, en el que un vasto movimiento social eligió
construir un partido político, adoptó una estrategia electoral más o menos
tradicional, logró hacer elegir a uno de los suyos como presidente, sólo para
ver toda esa energía reconducida hacia una política que rápidamente olvidó sus
aristas radicales y se acomodó como un factor de poder más dentro del juego de
los poderosos. -Otro
ejemplo es el de algunos grupos y campañas con contenidos emancipatorios que,
como algunas secciones del movimiento ambientalista, sindical, feminista, gay,
de derechos humanos, por la justicia global, etc., se convierten en un reclamo
singular, se organizan institucionalmente, y maximizan su capacidad de hacer lobby
desligándose del movimiento emancipatorio más amplio y aceptando si no en
teoría, al menos en sus prácticas los límites que marca la política
heterónoma. La segunda situación es la de
aquellos colectivos y movimientos que adoptan un camino de rechazo estratégico
de cualquier vínculo con la política heterónoma, pero encuentran grandes
dificultades para movilizar voluntades sociales amplias o generar cambios
concretos: -Por
ejemplo, los movimientos sociales autónomos que sostienen importantes luchas
(incluso muy radicalizadas y hasta insurreccionales), pero que al no
desarrollar modos de vincularse con la sociedad como un todo y/o resolver la
cuestión del estado, terminan pereciendo víctimas de la represión o de su
propio debilitamiento paulatino, o sobreviven como un pequeño grupo encapsulado
y de poca capacidad subversiva. -Otro
ejemplo es el de algunas secciones del movimiento de resistencia global, con
gran capacidad de hacer despliegues importantes de acción directa, pero que, al
igual que el caso anterior, encuentran límites a su expansión en su poca
capacidad de vincularse con la sociedad como un todo. -Finalmente,
existen colectivos radicales que pueden reivindicar diferentes ideologías
(marxismo, anarquismo, autonomismo, etc.), pero que se encapsulan en una
política puramente narcisista; es decir, están más preocupados por mantener
su propia imagen de radicalidad y pureza que por generar un cambio social
efectivo; funcionan muchas veces como pequeños grupos de pertenencia de escasa
relevancia política. Estas dos situaciones
constituyen una distinción analítica que no debe hacernos perder de vista la
cantidad de grises que hay entre ellas, los interesantísimos experimentos de
nuevas formas políticas que hay por todos lados, y los logros importantes que muchos
grupos pueden exhibir. A pesar de las observaciones críticas que he hecho, todos
estas opciones estratégicas nos pertenecen: son parte del repertorio de lucha
del movimiento social como un todo, y expresan deseos y búsquedas
emancipatorios que no podemos sino reconocer como propios. Y sin embargo, es
indudable que necesitamos nuevos caminos de desarrollo para que la política
autónoma pueda salir del impasse estratégico en el que nos encontramos.
Por todas partes existen colectivos que, en su pensamiento y en sus prácticas,
intentan salir de este impasse. El viraje estratégico iniciado por los
zapatistas recientemente con su Sexta Declaración es quizás el mejor ejemplo,
pero de ningún modo el único. Lo que sigue es un intento por contribuir a esas
búsquedas. Hipótesis uno: Sobre las dificultades de
la izquierda a la hora de pensar el poder (o qué verdad hay en el apoyo
popular a la derecha) Partamos de una pregunta
incómoda: ¿por qué, si la izquierda representa la mejor opción para la humanidad,
no sólo no consigue movilizar apoyos sustanciales de la población, sino que
ésta incluso suele simpatizar con opciones políticas del sistema, en ocasiones
claramente de derecha? Evitemos respuestas simplistas y paternalistas del tipo
la gente no entiende, los medios de comunicación
, etc., que nos llevan a
un lugar de superioridad que ni merecemos, ni nos es políticamente útil. Por
supuesto, el sistema tiene un formidable poder de control de la cultura para
contrarrestar cualquier política radical. Pero la respuesta a nuestra pregunta
no puede buscarse sólo allí. Más
allá de cuestiones coyunturales, el atractivo perenne de la derecha es que se
presenta como (y al menos en algún sentido realmente es) una fuerza de orden.
¿Pero por qué el orden habría de tener tal atractivo para quienes no pertenecen
a la clase dominante? Vivimos en una sociedad que reproduce y amplía cada vez
más una paradójica tensión constitutiva. Cada vez estamos más
descolectivizados, es decir, más atomizados, crecientemente aislados,
convertidos en individuos sin vínculos fuertes con el prójimo. Al mismo tiempo,
nunca en la historia de la humanidad existió una interdependencia tan grande en
la producción de lo social. La división social del trabajo ha alcanzado una
profundidad tal, que a cada minuto, aunque no lo percibamos, nuestra vida
social depende de la labor de millones de personas de todas partes del mundo.
En la sociedad capitalista, las instituciones que permiten un grado de
cooperación social de tan grande escala son, paradójicamente, aquellas que nos
separan del prójimo y nos convierten en individuos aislados y sin ninguna
responsabilidad frente a los otros: el mercado y el (su) estado. Ni al
consumir, ni al votar un candidato tenemos que rendir cuentas frente a los demás:
son actos de individuos aislados. Tal
interdependencia hace que la totalidad de lo social requiera, como nunca antes,
que todos hagamos nuestra parte del trabajo en la sociedad. Si un número
incluso pequeño de personas decidiera de alguna manera entorpecer el normal
desarrollo de la vida social, podría sin grandes dificultades causar un caos de
amplias proporciones. Para poner un ejemplo, si un campesino decide que hoy no
trabajará su tierra, no pone en riesgo la labor o la vida de su vecino; pero si
el operador de la sala de coordinación del sistema de subterráneos o de una
central eléctrica decide que hoy no irá a su trabajo, o si el corredor de la
bolsa de valores echa a correr un rumor infundado, su decisión afectaría las
vidas y las labores de cientos de miles de personas. La paradoja es que
justamente el creciente individualismo y la desaparición de toda noción de
responsabilidad frente al prójimo incrementa como nunca las posibilidades de
que, de hecho, haya quien haga cosas que afecten seriamente las vidas de los
demás sin pensarlo dos veces. Nuestra interdependencia real en muchas areas
vitales contrasta, paradójicamente, con nuestra subjetividad de individuos
socialmente irresponsables. Como
individuos que vivimos sumidos en esta tensión, todos experimentamos en mayor o
menos medida, consciente o inconscientemente, la angustia por la continuidad
del orden social y de nuestras propias vidas, en vista de la vulnerabilidad
de ambos. Sabemos que dependemos de que otros individuos, a quienes no conocemos
ni tenemos cómo dirigirnos, se comporten de la manera esperada. Es la angustia
que el cine pone en escena una y otra vez, en cientos de películas casi
calcadas en las que un individuo o grupo pequeño por maldad, afición al
crimen, locura, etc. amenaza seriamente la vida de otras personas hasta que
alguna intervención enérgica un padre decidido, un superhéroe, las fuerzas de
seguridad, un vengador anónimo, etc. vuelve a poner las cosas en su lugar. El
espectador sale del cine con su angustia aplacada, aunque la tranquilidad le
dure sólo un momento. Como
en el caso del cine, el atractivo político de los llamados al orden que lanza
la derecha deriva de esa angustia por la posibilidad del desorden
catastrófico. Y desde el punto de vista de un individuo aislado, da lo
mismo si quien entorpece la vida social o personal es simplemente otro
individuo que lo hace por motivos antojadizos, o un grupo social que lo hace
para defender algún derecho. No importa si se trata de un delincuente, un loco,
un sindicato en huelga, o un colectivo que realiza una acción directa: cuando
cunde el temor a la disolución del orden social, prosperan los llamados al
orden. Y la derecha siempre está allí para ofrecer su mano dura (aunque sean
sus propias recetas las que han producido y siguen profundizando el riesgo de
la anomia). De
nada vale protestar contra esta situación: es constitutiva de las sociedades en
las que vivimos. No se trata meramente de una cuestión de actitud, que pueda
remediarse con mayor educación política. No hay error en el apoyo a la
derecha: si se percibe un riesgo que amenaza la vida social, la opción por el
orden es perfectamente racional y comprensible en ausencia de otras
factibles y mejores. En otras palabras, en el atractivo del orden hay una verdad
social que es necesario tener bien en cuenta. Seguramente los medios de
comunicación y la cultura dominante ponen importantes obstáculos a la prédica
emancipatoria. Pero creo que gran parte de nuestras dificultades a la hora de
movilizar apoyos sociales tiene que ver con que raramente tenemos aquella
verdad en cuenta, por lo que las propuestas que hacemos de cara a la sociedad
suelen no ser ni factibles, ni mejores. Sostendré
como hipótesis que la tradición de izquierda, por motivos que no tendré ocasión
de explicar aquí, ha heredado una gran dificultad a la hora de pensar el orden
social y, por ello, para relacionarse políticamente con la sociedad toda. La
dificultad señalada se relaciona con la imposibilidad de pensar la
inmanencia del poder respecto de lo social. En general, la izquierda ha
pensado el poder como un ente pura y solamente parasitario, que coloniza desde
afuera a una sociedad entendida como colectividad cooperante que existe
previa e independientemente de ese ente externo. De allí la
caracterización, en el marxismo clásico, del estado y del aparato jurídico como
la superestructura de una sociedad que se define fundamentalmente en el plano
económico. También de allí deriva la actitud de buena parte del anarquismo, que
tiende a considerar las reglas que no emanen de la voluntad individual como
algo puramente externo y opresivo, y al estado como una realidad de la que
fácilmente podría prescindirse sin costo para una sociedad que, se supone, ya
funciona completa bajo el dominio estatal. Algo de esto hay también en
algunas lecturas del autonomismo, que tienden a considerar la cooperación actual
de la multitud como suficiente para una existencia autoorganizada, con sólo que
el poder se quite de en medio. Es también lo que muchos de nosotros perdimos de
vista al adoptar la distinción que hace John Holloway entre un poder-sobre
(el poder entendido como capacidad de mando) y un poder-hacer (el poder
entendido como capacidad de hacer) como si fueran dos bandos enfrentados y
claramente delimitados. Por el contrario, hoy sabemos que el hecho de que
usemos la misma palabra para referir a ambos evidencia, precisamente,
que, con frecuencia, ha sido el poder-sobre el que ha reorganizado los
lazos sociales de modo de expandir el poder-hacer colectivo (en otras
palabras, su papel no es meramente parasitario y exterior a la sociedad). Lo
que nos importa aquí es que, en los tres casos mencionados, se adopta, desde el
punto de vista estratégico (y también en la cultura militante, en la forma de
relacionarse con los demás, etc.) una actitud de pura hostilidad y rechazo del
orden social, de las leyes y las instituciones; unos lo hacen en espera de un
nuevo orden a instaurar luego de la Revolución, otros en la confianza en que lo
social ya posee un orden propio que hace de cualquier instancia
política-legal-institucional algo innecesario. Quizás en alguna
época tuviera algún sentido estratégico pensar el cambio social de esta manera,
como una obra fundamentalmente de destrucción de un orden social, de su
legalidad y de sus instituciones, luego de la cual reinaría lo social
directamente autoorganizado, o, en todo caso, se construiría un orden político
diferente. En la Rusia de 1917, por ejemplo, podía pensarse en destruir los
lazos organizados por el estado y el mercado, y esperar que algo parecido a una
sociedad permaneciera todavía en pié. De cualquier forma, un 85% de la
población todavía desarrollaba una economía de subsistencia en el campo, en
gran medida en comunas campesinas, y se autoabastecía tanto en sus necesidades
económicas, como en lo que refiere a las regulaciones políticas que
garantizaban la vida en común. En ese escenario, podía prescindirse con costos
relativamente soportables tanto del estado como de las instituciones de
mercado. (Pero aún así, debe decirse, la desarticulación de ambos durante el
llamado comunismo de guerra causó la muerte por inanición de decenas de miles
de personas y la aparición de prácticas de canibalismo, entre otras
calamidades). Hoy, sin embargo,
el escenario ha cambiado completamente. No existe ya, salvo marginalmente,
ninguna sociedad debajo del estado y del mercado. Por supuesto que existen
muchos vínculos sociales que suceden más allá de ambos. Pero los vínculos
principales que producen la vida social hoy están estructurados a través del
mercado y del estado. Ambos han penetrado transformando de tal manera la
vida social, que no hay ya sociedad fuera de ellos. Si por arte de magia
pudiéramos hacer que ambos dejaran de funcionar súbitamente, lo que quedaría no
sería una humanidad liberada, sino el caos catastrófico: agrupamientos más o
menos débiles de individuos descolectivizados aquí y allá, y el fin de la vida
social. (La multitud cooperante teorizada por el autonomismo no debe
entenderse, en este sentido, como una sociedad que ya existe allí por
fuera del estado-mercado, sino como una presencia primera de lo
social que, en su resistencia al poder, construye las condiciones de
posibilidad para una vida emancipada). De
esto se deriva que plantear una estrategia política de cambio radical en
exterioridad total al mercado y al estado es plantearla en exterioridad total a
la sociedad. Una política emancipatoria que, como programa explícito y/o como
parte de su cultura militante o su actitud, se presente como una fuerza puramente
destructiva del orden social (o, lo que es lo mismo, como una fuerza que
sólo realiza vagas promesas de reconstrucción de otro orden luego de la
destrucción del actual), no contará nunca con el apoyo de grupos importantes de
la sociedad. Y esto es así sencillamente porque los prójimos perciben
(correctamente) que tal política pone seriamente en riesgo la vida social
actual, con poco para ofrecer a cambio. En otras palabras, propone un salto al
vacío para una sociedad que, por su complejidad, no puede asumir ese riesgo. Se
comprende entonces la dificultad de la izquierda de articular vastas fuerzas
sociales en pos de un proyecto de cambio radical: la gente no confía en
nosotros, y tiene excelentes motivos para no hacerlo. A la hora de
repensar nuestra estrategia, en indispensable tener en cuenta esta verdad
fundamental: el caracter constitutivo e inmanente de las normas e
instituciones que, sí, permiten y organizan la opresión y la explotación, pero
que también y al mismo tiempo estructuran la vida social toda. En vista de lo
anterior, no es posible seguir presentando a la sociedad una opción que
signifique meramente la destrucción del orden actual y un salto al vacío
animado por vagas promesas. Necesitamos, por el contrario, presentar una
estrategia (y una actitud o cultura militante acorde) que explicite el camino
de transición que permita reemplazar al estado y el mercado por otras
formas de gestión de lo social; formas con el suficiente grado de eficacia
y en la escala necesaria como para garantizar la continuidad de la profunda
división del trabajo que hoy caracteriza nuestra vida social (me refiero, por
supuesto, a la división del trabajo que potencia la cooperación social, y no a
la que funda las divisiones de clase). En otras palabras, es necesario pensar
una estrategia política que apunte a reemplazar el estado y el mercado por instituciones
de nuevo tipo capaces de gestionar el cuerpo social. Me refiero a instituciones
políticas que garanticen la realización de las tareas sociales que, por su
complejidad y escala, el cuerpo social espontáneamente no está en condiciones
de resolver. La
conclusión de lo anterior es que ninguna política emancipatoria que pretenda
ser efectiva puede plantear su estrategia, explícita o implícitamente, en
exterioridad al problema de la gestión alternativa (pero actual y
concreta) de lo social. No existe política autónoma ni autonomía sin asumir
responsabilidad por la gestión global de la sociedad realmente existente. Dicho
de otro modo, no hay futuro para una estrategia (o una actitud) puramente
destructiva que se niegue a pensar la construcción de alternativas de
gestión aquí y ahora, o que resuelva ese problema o bien ofreciendo una
vía autoritaria y por ello inaceptable (como lo hace la izquierda tradicional),
o bien con meros escapes a la utopía y al pensamiento mágico (como el
primitivismo, la confianza en el llamado a asambleas cada vez que deba
tomarse cualquier decisión, o en hombres nuevos altruistas que
espontáneamente actuarán siempre en bien de los demás, etc.). Para evitar
confusiones: no estoy sugiriendo que los anticapitalistas debamos ocuparnos de
gestionar el capitalismo actual de manera un poco menos opresiva (como supone
la opción progresista). Lo que intento argumentar es que que necesitamos
presentar opciones estratégicas que se hagan cargo de la necesidad de tener
dispositivos políticos propios, capaces de gestionar globalmente la
sociedad actual y de evitar así la disolución catastrófica de todo
orden, mientras caminamos hacia la instauración de un mundo sin capitalismo. Hipótesis dos: Sobre la necesidad de una
interfase que permita pasar de lo social a lo político Sostendré como segunda
hipótesis que la formulación de un nuevo camino estratégico que se haga cargo
del problema recién expuesto es decir, que no sea puramente destructivo, sino
también creativo requiere pensar, explorar, y diseñar colectivamente
una interfase autónoma que ligue a nuestros movimientos sociales con
el plano político de la gestión global de la sociedad. No está implícito
en esta afirmación el prejuicio típico de la izquierda tradicional, que piensa
que la autoorganización social está bien, pero que la política de verdad
pasa por el plano partidario-estatal. No hay en la idea de la necesidad de un
pasaje de lo social a lo político ninguna valoración de este plano como más
importante que aquél. Por el contrario, intento argumentar que una política
autónoma debe estar fírmemente anclada en procesos de autoorganización social,
pero necesita expandirse hasta colonizar el plano político-institucional.
Permítanme explicar qué es eso de la interfase. En la sociedad
capitalista, el poder se estructura en dos planos fundamentales: el plano
social general (biopolítico), y el plano propiamente político (el estado).
Llamo biopolítico al plano social en general, siguiendo a Foucault, porque el
poder ha penetrado allí, en nuestras vidas y relaciones cotidianas, de un modo
tan profundo que ha transformado a ambas de acuerdo a su imagen y semejanza.
Las relaciones mercantiles y de clase nos han ido moldeando como sujetos de
modo tal, que reproducimos nosotros mismos las relaciones de poder
capitalistas. Cada uno de nosotros es agente productor de capitalismo. El poder
ya no domina desde afuera, parasitariamente, sino desde adentro de la
propia vida social. Y sin embargo, en
el capitalismo ese plano biopolítico no resulta suficiente para garantizar la
reproducción del sistema: requiere también de un plano que llamaremos
político a secas: el del estado, las leyes, las instituciones, etc. Es este
plano político el que garantiza que las relaciones biopolíticas en las que
descansa el capitalismo funcionen aceitadamente: corrige desviaciones, castiga
infracciones, decide cómo y hacia qué lugar direccionar la cooperación social,
se ocupa de realizar tareas de gran escala que el sistema necesita, monitorea
todo, y funciona como punta de lanza para que los vínculos biopolíticos
capitalistas penetren cada vez más profundo. En otras palabras, el plano político
se ocupa de la gestión global de lo social; bajo el capitalismo lo hace
asumiendo una forma estatal. En el capitalismo
actual, el plano social (biopolítico) y el estatal (político) cuentan con una
interfase que los conecta: las instituciones representativas, los partidos,
las elecciones, etc. A través de estos mecanismos (lo que suele llamarse la
democracia) el sistema garantiza un mínimo de legitimidad para que la gestión
global de lo social pueda realizarse. En otras palabras, es la interfase
eleccionaria la que asegura que la sociedad en general acepte que haya un
cuerpo especial de autoridades que decidan sobre los demás. Pero se trata de
una interfase heterónoma, porque crea esa legitimidad no en función del
todo cooperante (la sociedad), sino en beneficio de sus clases dominantes. La
interfase heterónoma canaliza la energía política de la sociedad de modo de
impedir su auto-determinación. Sostendré que la
nueva generación de movimientos emancipatorios que está emergiendo desde hace
algunos años viene haciendo formidables avances en el terreno biopolítico,
pero encuentra dificultades para pasar de ese plano al político. Existen
innumerables movimientos territoriales y colectivos de toda clase en todo el
mundo que vienen poniendo en práctica formas de organización y de lucha que
desafían los principios que rigen la vida social capitalista. La biopolítica
de estos movimientos crea aunque sea en el ámbito local y hasta ahora
en pequeña escala relaciones humanas de nuevo tipo, horizontales,
colectivistas, solidarias, no-mercantiles, autónomas, al mismo tiempo que lucha
por destruir el capitalismo. Pero no hemos encontrado hasta ahora una
estrategia política que nos permita trasladar estos valores y formas de vida al
terreno de la gestión global de lo social, cosa indispensable para poder
generar cambios más sólidos, profundos y permanentes en la sociedad toda. En
otras palabras, nos falta desarrollar una interfase de nuevo tipo, una
interfase autónoma que nos permita articular formas de cooperación política de
gran escala, y que conecte nuestros movimientos, nuestros colectivos y nuestras
luchas con el plano de la gestión global de lo social. Hemos rechazado
correctamente la interfase que nos proponía la izquierda tradicional los
partidos (sean electorales o de vanguardia) y los líderes iluminados, por
comprender que se trataba de una interfase heterónoma. Para decirlo de
otro modo, era una interfase que, en lugar de colonizar el plano político con nuestros
valores y formas de vida emancipatorios, funcionaba colonizándonos a nosotros
con aquellos de las élites y de la clase dominante. Pero nos falta todavía
pensar, explorar y diseñar una interfase autónoma: sin resolver esta cuestión,
temo que nuestros movimientos no lograrán establecer lazos más amplios con la
sociedad toda y permanecerán en estado de permanente vunerabilidad frente al
poder. La estrategia de la Sexta Declaración zapatista lleva la promesa de
avances importantes en este sentido. * * * Segunda parte: La interfase autónoma como institución de nuevo tipo ¿En qué consistiría una
interfase autónoma? ¿Qué nueva forma de organización política, diferente
de los partidos, nos permitiría articular a gran escala la cooperación de
vastos sectores del movimiento emancipatorio? ¿Cómo hacer para que tenga la
efectividad necesaria como para hacerse cargo de la gestión global de lo social
y, así, pueda convertirse en un instrumento estratégico para la superación del
Estado y del mercado? Son éstas preguntas que el propio movimiento social ya se
está haciendo intuitivamente, y que sólo él podrá resolver. Lo que sigue son
algunas ideas para pensar colectivamente la cuestión. Comencemos con algunos
principios generales. Tesis 1: Sobre la necesidad de una
ética de la igualdad Ya que no pueden pensarse
normas e instituciones para seres abstractos, sin tener en cuenta sus
costumbres y valores (es decir, su cultura específica), comencemos con una
tesis sobre la nueva cultura emancipatoria. Una de las
grandes tragedias de la tradición de izquierda fue (y sigue siendo) su rechazo
a pensar la dimensión ética de las luchas emancipatorias. En general, tanto en
sus teorías como implícitamente en sus prácticas, la actitud típicamente de
izquierda reduce el problema de la ética es decir, la cuestión de los
principios que deben orientar las buenas acciones, distinguiéndolas de las
malas a un problema meramente epistemológico. En otras palabras, las acciones
políticas se consideran implícitamente buenas si se corresponden con lo que
indica una verdad conocida previamente. Lo éticamente bueno/malo se reduce
así a la línea correcta/incorrecta. Así, la cultura de izquierda rechaza
implícitamente toda ética de cuidado del otro (me refiero al otro concreto,
el prójimo), reemplazándola por el compromiso con una verdad derivada de una
ideología que afirma defender a un otro abstracto (la humanidad). Los
efectos de esta ausencia de ética se observan constantemente en las prácticas:
militantes abnegados y de buen corazón con frecuencia se permiten, en nombre de
su verdad, acciones manipulativas y faltas de respeto que resultan
inaceptables para cualquier persona común (que, como consecuencia, prefiere
mantenerse lo más lejos posible de aquellos militantes). Implícitamente, se
trata de una postura elitista que dificulta la cooperación entre iguales.
Alguien que se reclame poseedor de la verdad no malgastará su tiempo en
escuchar a los demás ni estará dispuesto a negociar consensos. Una política
emancipatoria, en consecuencia, debe estar firmemente asentada en una ética
radical de la igualdad y de responsabilidad frente al (y cuidado del) otro concreto.
En este plano, para crear, difundir y hacer carne una ética emancipatoria,
queda una enorme tarea por hacer. Muchos movimientos, sin embargo, ya están
recorriendo ese camino: una inversión de la relación entre ética y verdad
similar a la que aquí proponemos es la que expresa el eslogan zapatista
caminar al paso del más lento. Tesis 2: La horizontalidad requiere
instituciones Un problema fundamental que
bloquea el desarrollo de nuevas formas organizativas reside en dos creencias
erróneas: 1) que las estructuras organizativas y las normas más o menos firmes
de algún modo atentan contra la horizontalidad y el caracter abierto de las
organizaciones, y 2) que cualquier división del trabajo, especialización y
delegación de funciones atenta contra la horizontalidad y/o la autonomía. Los
movimientos con vocación horizontal en Argentina y en otros sitios ya hace
tiempo se cuestionan tales creencias. Cualquiera que
haya participado en alguna organización de tipo horizontal, incluso pequeña,
sabe que, en ausencia de mecanismos que protejan la pluralidad y fomenten la
participación en pié de igualdad, la horizontalidad pronto se convierte en un
terreno en el que predominan los más fuertes o mejor preparados. También sabe
lo frustrantes y de alcances limitados que pueden ser las estructuras
asamblearias en las que todos están forzados a tomar siempre todas
las decisiones desde la estrategia más general, hasta el cambio de un enchufe.
La tiranía de la falta de estructura, como la llamó hace tiempo una feminista
norteamericana, desgasta nuestras organizaciones, subvierte sus principios, y
las hace ineficaces. Este problema se
hace evidente toda vez que un colectivo o movimiento adquiere una escala mayor.
Mientras lo integren pocas personas digamos, menos de 200 o 300 el problema
de la división de tareas y la asignación de roles que implican algún grado de
representación se resuelve por mecanismos personales e informales. Alguna
gente comienza espontáneamente a desempeñar esas funciones, y el colectivo lo
alienta y permite tácitamente porque es necesario. Como esa asignación de
tareas no es electiva ni explícitamente acordada, con frecuencia el colectivo
encuentra difícil controlar a quienes las desempeñan, y asegurar que no
acumulen experiencia, contactos, credibilidad, en suma, poder, a costa
de los demás. Las tensiones que de ello derivan suelen aparecer como cuestiones
personales que, sin embargo, entorpecen, debilitan y con frecuencia destruyen
el colectivo. Por otra parte, cuando el tamaño del grupo supera la escala del
contacto cara a cara y del conocimiento personal entre todos los miembros, la
ausencia de reglas impersonales de funcionamiento, de formas acordadas (y
controladas) de delegación y de división de tareas, limita seriamente el
trabajo colectivo. A diferencia de
lo que suele pensarse, las organizaciones horizontales y autónomas necesitan mucho
más de las instituciones que las organizaciones jerárquicas. Éstas
siempre pueden contar, en última instancia, con la voluntad del líder para
resolver conflictos, asignar tareas, etc. Por ello, y para pasar del plano
biopolítico al político, los movimientos y colectivos autónomos necesitan desarrollar
instituciones de nuevo tipo. Por instituciones no refiero a jerarquías
burocráticas, sino simplemente a un conjunto de acuerdos respecto a pautas de
funcionamiento, formulados como reglas explícitas, y dotados de las estructuras
organizacionales que garanticen su efectivo funcionamiento. Esto incluye: a)
Una división del trabajo
razonable, indispensable para potenciar la escala de la cooperación. Si todos son
responsables de todo al mismo tiempo, nadie resulta responsable de nada. La
división de tareas también lleva implícita una división clara entre tipos de
decisiones que tomarán individuos o grupos de trabajo (aunque siempre
fiscalizables por los demás), y otras que tomará el colectivo en su conjunto.
Esta división del trabajo, sin embargo, debe estar fundada en los valores del
movimiento: las tareas y responsabilidades deben repartirse de modo tal que no
resulte como sucede en los partidos políticos que algunos acumulen siempre
las tareas calificadas y enriquecedoras (tomar decisiones, hablar en público,
etc.), mientras que otros sólo desempeñan funciones tediosas y repetitivas
(hacer pintadas o vender el periódico). Existen diversas formas para garantizar
que esto no suceda, desde esquemas de tareas rotativas, hasta la asignación de
un balance de tareas para cada uno, de modo que todos siempre desempeñen al
mismo tiempo un poco de tareas enriquecedoras y otro poco de rutinarias. b)
Formas atenuadas de representación
y delegación. La crítica justa a los representantes que terminan sustituyendo
al representado nos ha llevado, en algunos casos, a rechazar la representación toda
en favor de supuestas prácticas de democracia directa. Sin embargo, la creencia
en que se pueda organizar cooperación y acción colectiva a gran escala sin
apelar a ninguna forma de delegación no es otra cosa que pensamiento
mágico. No
siempre es útil o posible que nadie en particular actúe como vocero del grupo,
o que todos tomen una decisión de extrema urgencia, u ocupen un puesto en una
mesa de negociaciones, etc. El problema de la representación no es que haya
representantes, sino que éstos se conviertan en un grupo especial
permanente, que se distinga y separe del colectivo. Una institución de nuevo
tipo debe incluir acuerdos previos acerca de quiénes desempeñarán funciones de
voceros, delegados o representantes en diversos ámbitos o situaciones, y a
partir de qué mecanismos democráticos y transparentes serán designados. Pero
también deben existir reglas claras que limiten las posibilidades de que los
favorecidos en un momento se transformen en dirigentes profesionales, fijos,
con una capacidad de afectar las decisiones del conjunto mayor que la de los
demás. Nuevamente en este caso, existe una gama de recursos organizacionales
para garantizar esta cuestión, desde los cargos rotativos o por sorteo, hasta
la limitación temporal del desempeño de una función, etc. Por lo demás, debe
desarrollarse al máximo la capacidad de organizar procesos colectivos de toma
de decisión para los asuntos importantes. En este sentido, una institución de
nuevo tipo debe avanzar hacia el reemplazo del modelo del líder o dirigente
típico de los partidos al del facilitador, capaz de utilizar sus saberes y
habilidades no para tomar decisiones por los demás, sino para colaborar con la
organización de procesos colectivos de deliberación. c) Una demarcación clara de
los derechos que corresponden a los individuos y a las minorías, de aquellos
que corresponden al colectivo o a la mayoría. La creencia según la cual una
organización colectiva debe absorber o negar la individualidad de sus miembros
(o, dicho de otro modo, que cada persona debe disolverse como individuo para
entrar a un colectivo) es no sólo autoritaria, sino poco realista. En cualquier
forma de cooperación social subsiste una tensión ineliminable entre los deseos
y necesidades de la persona o de un grupo minoritario de personas y aquéllos
del colectivo. Una organización de nuevo tipo no puede funcionar imaginando que
esta tensión no existe, ni pretendiendo suprimirla. De lo que se trata es de
acordar colectivamente qué espacios de derecho y atribuciones permanerán en la
esfera individual o minoritaria (por ejemplo, poder expresar públicamente una
disidencia sin temor a ser expulsado, o abstenerse de participar en una acción
colectiva que genere conflictos éticos), y cuáles serán patrimonio exclusivo
del colectivo. d) Un procedimiento justo y
transparente de manejo de conflictos. En cualquier organización surgen
inevitablemente conflictos, tanto de intereses y opiniones políticas, como
simplemente personales. Al no ser reconocidos como legítimos, el mal manejo de
estos conflictos es una de los motivos que más afectan la continuidad de la
cooperación entre los movimientos emancipatorios. Es fundamental que una
organización de nuevo tipo cuente con reglas claras para garantizar un
tratamiento lo más justo posible para las partes de cualquier conflicto.
También aquí hay un largo acervo de experiencias que pueden aprovecharse:
técnicas de mediación, formas de división de poderes de modo tal que ninguna
parte en conflicto sea juez y parte al mismo tiempo, etc. Tesis 3: Una organización política
que imite las formas biopolíticas Las formas políticas de
organización, en el sentido en el que las hemos definido en este ensayo, suelen
establecer una relación mimética con las formas biopolíticas. En otras
palabras, cristalizan mecanismos institucionales y normativos que copian o
imitan ciertas formas que son inmanentes a la auto-organización social. Esto,
sin embargo, no significa que sean neutrales: por el contrario, su variable
forma específica puede direccionar la cooperación social en un sentido que, o
bien refuerza el las relaciones heterónomas (poder-sobre), o bien lo
hace en favor de otras autónomas (un poder-hacer emancipado). El
andamiaje político-institucional del capitalismo es un buen ejemplo de esto. La
estructura política de los inicios del Estado capitalista la época de los
Estados absolutistas imitaba casi perfectamente la forma piramidal típica de
las relaciones puramente heterónomas: una relación vertical de
mando-obediencia. No casualmente, la estructura piramidal de los Estados (y
luego también la de las escuelas, hospitales, empresas, etc.) copiaba la
jerarquía piramidal de mando de los ejércitos, que a su vez había solidificado
en una jerarquía de grados militares un diferencial primordial de poder entre
los antiguos guerreros del medioevo. Así, el poder de mando estaba centralizado
y concentrado en la cima de la pirámide el rey, que comandaba una estructura
piramidal de funcionarios que paulatinamente dejaron de ser de origen noble. En
ocasiones, sin embargo, el rey seguía compartiendo alguna atribución política
con el consejo o parlamento que representaba a su clase dominante, la
aristocracia terrateniente/mercantil/guerrera. Por motivos que
no podemos explicar aquí pero que tienen que ver tanto con las propias
necesidades del capitalismo como con la presión de las clases subalternas esa
estructura estatal primera fue evolucionando hasta adquirir la forma
institucional que hoy conocemos. Así, la estructura piramidal básica fue
incorporando otros dispositivos institucionales que imitaban, al menos
parcialmente, otras formas de cooperación no-jerárquicas presentes en el
cuerpo social. Los parlamentos, ahora democráticos, permitieron así
incorporar una mayor pluralidad de voces e intereses políticos en un
dispositivo deliberativo que, si bien imitaba las formas asamblearias propias
de la democracia verdadera, estaba cuidadosamente controlado por un marco
institucional que limitaba sus alcances. Otro ejemplo: el sistema de selección
de los funcionarios a través de elecciones competitivas democráticas entre
partidos permitió canalizar los impulsos de auto-organización política y el
natural agrupamiento de afinidades en una nueva estructura jerárquica que los
conectaba así con la pirámide estatal primordial. Más recientemente, para
recuperar legitimidad, algunos Estados han incluso establecido mecanismos a
través de los cuales se abre parcialmente la toma de decisiones políticas
siempre de poca importancia a colectivos auto-organizados que no
pertenecen al aparato estatal, incluso si son de tipo horizontal
(asociaciones vecinales, cooperativas, ONGs, movimientos sociales, etc.). Los
experimentos de presupuesto participativo son un buen ejemplo. Lo que importa
para nuestros propósitos es que todo el andamiaje institucional del Estado
capitalista combina formas jerárquicas (piramidales) y formas no-jerárquicas
(deliberativas u horizontales) de modo tal de poner la energía de cooperación
social en un marco jerárquico y heterónomo. Así, incluso bajo el capitalismo
las formas no-jerárquicas y autónomas resultan indispensables para organizar la
energía social; sin embargo, rodeadas por un marco institucional piramidal y
sobredeterminadas por el poder, son utilizadas para canalizar esa energía en
favor de una política heterónoma. Tras toda la parafernalia
pseudo-participativa, el Estado sigue siendo ante todo aquella vieja pirámide
de la época absolutista. La sociedad
emancipada del futuro seguramente invertirá la relacion actual entre formas
jerárquicas y horizontales, de modo tal que aquéllas, de ser necesarias,
estarán incluidas en un diseño político-institucional que las ponga al servicio
de éstas. Existen autores que vienen desarrollando un importante trabajo de
imaginación de instituciones de nuevo tipo tanto para reemplazar al Estado (por
ejemplo Stephen Shalom, en www.zmag.org/shalompol.htm)
como al mercado (por ejemplo Michael Albert, en su libro Parecon y en www.lavaca.org/notas/nota379.shtml,
www.parecon.org). Lo que me interesa aquí
es pensar, en función de una estrategia para el presente, cómo crear una
nueva forma de organización política que pueda funcionar como interfase
autónoma en el sentido explicado más arriba. La
hipótesis principal en este punto es que un diseño institucional de nuevo tipo
podría desarrollarse imitando las formas biopolíticas que nuestros
movimientos ya vienen explorando. En otras palabras, el trabajo
colectivo de diseño institucional que seguramente llevará muchos años de
ensayo y error puede orientarse identificando aquéllas encrucijadas en las que
la auto-organización autónoma florece y se expande, y aquéllas otras en las que
cae víctima de sus propias tendencias jerárquicas y heterónomas, para instituir
dispositivos políticos que se apoyen en (y potencien a) aquéllas, a la vez que
sorteen, limiten o eliminen a éstas. Se trata de pensar un dispositivo
organizacional que, en lugar de contener, parasitar o reprimir al movimiento
social, se ocupe de facilitarlo, de protegerlo, y de dotarlo de herramientas
más efectivas a la hora de organizar la cooperación entre iguales a gran
escala. Se trata, asimismo, de pensar una organización de nuevo tipo que pueda
hacerse cargo de la gestión global de lo social. Nuestras
nuevas organizaciones políticas podrían pensarse como una imitación del
funcionamiento de las redes biopolíticas cooperantes (es decir, de la forma
primordial que se opone a la de la pirámide del poder). Permítanme expicarme.
Desde hace algunos años, científicos del campo de las ciencias naturales y de
las ciencias de la información vienen desarrollando las llamadas Teorías de la
complejidad, que, entre otras cosas, permiten entender un fenómeno llamado
emergencia. Emergencia refiere a un conjunto de acciones autónomas de
múltiples agentes en el plano local que generan una pauta de comportamiento
global o general que nadie planea ni dirige, y que sin embargo es perfectamente
racional y efectiva. Cada agente local sigue sus propias reglas, pero en la
interacción con otros agentes locales, con los que se contacta en red, emergen
patrones de acción colectiva que pueden aprender, evolucionar y adaptarse
efectivamente al medio sin que nadie las controle o dirija, y de formas
inesperadas. Las redes hacen cosas colectivamente, sin que nadie esté allí
gritando órdenes. Procesos de emergencia se observan en una variedad de
fenómenos naturales, desde el comportamiento de algunos tipos de hongos hasta
el vuelo de las bandadas de pájaros. También se han observado en la vida
social, desde los patrones de crecimiento de las ciudades, hasta el ejemplo de
los ejemplos: Internet. El
ejemplo de las redes y el fenómeno de emergencia fue inmediatamente utilizado
como analogía para pensar la acción política de aspiraciones no jerárquicas.
Muchos tendimos a considerar las estructuras en red y sus comportamientos en el
nivel biopolítico como un modelo suficiente para pensar y organizar una nueva
estrategia emancipatoria. Las redes parecían ofrecer un modelo no-jerárquico ni
centralizado, flexible, de cooperación no-competitiva. Como parte de los
debates dentro del movimiento emancipatorio, muchos apostamos a la idea de las
redes laxas, y nos opusimos a cualquier intento de reencauzar las redes
dentro de formas jerárquicas. La esperanza entonces era que la propia vida de
la red, librada a su desarrollo espontáneo, instituiría un mundo emancipado (o,
al menos, zonas de autonomía más o menos extensas). La
experiencia acumulada en los últimos tiempos parece indicar que, en esa
esperanza, pecábamos de ingenuidad. Quisiera argumentar que las estructuras en
red efectivamente proveen un modelo indispensable para describir la vida
cotidiana si se me permite la imagen del movimiento en su plano social
general (biopolítico). Pero el pasaje al plano político, sobre cuya
irreductibilidad argumentábamos más arriba, requiere pensar y desarrollar instituciones
de nuevo tipo que potencien y protejan los fenómenos de emergencia y
auto-organización. Son tales instituciones las que pueden pensarse según la
hipótesis de la imitación de la forma red. Para
intentar clarificar este concepto, tomemos el ejemplo de Internet. El marco
técnico y la estructura reticular de Internet han ofrecido inesperadas
oportunidades para la expansión de la cooperación social espontánea en escalas
nunca antes alcanzadas. La existencia de extensas comunidades inteligentes de
desarrollo espontáneo, no jerárquico ni centralizado, en las que se borran las
distinciones entre emisores y receptores, ha sido ampliamente documentada en la
red de redes. Y sin embargo, el propio funcionamiento de Internet genera
también tendencias hacia la concentración de la información y los intercambios.
No me refiero aquí a las varias formas en que los Estados y las corporaciones
todavía controlan aspectos importantes del funcionamiento técnico de la red,
sino a fenómenos de surgimiento de lugares de poder que son inmanentes al
propio ciberespacio. En el esquema de red abierta, cualquier punto de la red
puede conectarse libre e inmediatamente con cualquier otro. Y sin embargo, casi
todos nosotros utilizamos portales y motores de búsqueda como Google, que a la
vez facilitan la conectividad y con ello expanden las posibilidades de
cooperación y el poder-hacer y centralizan los flujos. Portales como
Google tienen así un papel ambivalente: si bien, en cierto sentido, parasitan
la red, son también parte fundamental de la arquitectura de Internet. Por
ahora, los efectos de esta concentración de flujos en el sentido de un
ejercicio de poder-sobre por parte de Google son poco perceptibles.
Aunque corporativo, el servicio tiene pocas restricciones y es gratuito. Pero
potencialmente esa concentración fácilmente puede traducirse y ya se está
traduciendo en una jerarquización de los contactos en la red. Valgan como
ejemplo los recientes acuerdos de Google y Yahoo con el gobierno Chino para
controlar y censurar los accesos de los cibernautas de ese país. Por otro lado,
desde hace tiempo es posible pagar a Google para aparecer en lugares
prominentes en las búsquedas, cosa que restringe la conectividad con nodos que
no puedan o quieran pagar. ¿Qué
hacer con una institucion como Google (y Yahoo, etc.)? Nos sirven para
hallarnos entre nosotros, pero el propio uso que nosotros le damos pone en
manos corporativas resortes de poder que se vuelven en nuestra contra. ¿Qué
hacer? Respondo con una humorada. La estrategia de la izquierda tradicional
indicaría que el Partido debe tomar Google: desplazar a sus dueños, eliminar
Yahoo y cualquier otra competencia corporativa, y poner Google al servicio de
la clase obrera. Pero las consecuencias autoritarias y la ineficacia de esta
estrategia son bien conocidas. Por otro lado, una estrategia libertaria ingenua
podría ser destruir Google, Yahoo, etc. e impedir luego el surgimiento de
cualquier nodo que concentrara (incluso en pequeña escala) los flujos de
información. Pero el resultado de esto sería el virtual derrumbamiento de
Internet y de las experiencias de cooperación que la red permite. Todos
podríamos en teoría comunicarnos con todos, pero en la práctica sería
enormemente difícil hallarnos entre nosotros. En ausencia de opciones mejores,
y ante el colapso de la cooperación social, todos terminaríamos arrojándonos en
brazos del primer proto-empresario que nos ofreciera un nuevo Google
¿Cómo
operaría en este ejemplo (confesadamente tonto) la estrategia de una política
autónoma como la que venimos persiguiendo? Lo haría identificando las
encrucijadas de la red de cooperación que Internet articula, y los lugares de
poder y de centralización que (como Google) esa misma red produce.
Identificadas las tendencias inmanentes que pudieran dar lugar al surgimiento
de formas de poder-sobre, la estrategia de una política autónoma sería
la de generar una alternativa organizativa que permita realizar eficazmente las
funciones que Google desempeña en favor del poder-hacer, poniendo
cualquier concentración de flujos que fuere necesaria dentro de un marco
institucional que garantice que esa concentración no subvierta los valores
emancipatorios que la vida cotidiana (biopolítica) de la red de redes
promete. Se trata de pensar y desarrollar un diseño político-institucional (que
por ello trasciende las posibilidades espontáneas o biopolíticas de los nodos
de la propia red) que proteja la red de las tendencias
centralizadoras/jerarquizantes. Pero una estrategia autónoma no proteje a la
red de esas tendencias negándolas, sino reconociéndolas y asignándoles un lugar
subordinado dentro de un andamiaje institucional inteligente, de modo que
podamos mantenerlas bajo control. La tesis de la imitación de la forma
biopolítica reticular refiere precisamente a tal forma de operación
institucional inteligente. Imaginando un modelo
organizativo de nuevo tipo Cambiando lo que haya que
cambiar, el ejemplo de los problemas de Internet puede trasladarse al del
movimiento emancipatorio en su conjunto. Existe hoy, aunque incipiente, una red
laxa de movimientos sociales conectada a nivel global. También existen dentro
de esta red, como parte de su funcionamiento inmanente, lugares de
centralización y de poder que desempeñan un papel ambivalente, comparable al de
Google. El Foro Social Mundial, las iniciativas Intergalactikas de los
zapatistas, algunas ONGs, e incluso algún gobierno nacional han colaborado para
expandir la conectividad de la red y, con ella, las posibilidades de ampliar su
capacidad cooperante. Pero, por su propia concentración de los flujos, estos
polos de atracción son también potencialmente peligrosos para la red, ya que
pueden convertirse en la vía de ingreso de una política heterónoma. ¿Cómo plantear
una estrategia de política autónoma en este contexto? ¿Quién lo haría, y cómo?
La hipótesis de la interfase autónoma es un intento de pensar las condiciones
generales que hagan posible responder esa pregunta. Va de suyo que cualquier
estrategia debe desarrolarse en y para situaciones concretas. Lo que sigue no
pretende ser una receta ni un modelo, sino sólo un ejercicio imaginativo
destinado a expandir nuestros horizontes de búsqueda. Hemos dicho que
una organización de nuevo tipo que pueda convertirse en una interfase autónoma
debería a la vez tener un diseño anticipatorio (es decir, estar de acuerdo con
nuestros valores fudamentales) y poseer la capacidad de colonizar las
estructuras jerárquicas existentes para según convenga neutralizarlas,
reemplazarlas por otras, o ponerlas a funcionar en un marco
político-institucional nuevo, de modo que habilite un camino hacia la vida
emancipada. En términos prácticos, ambos imperativos suponen que lo fundamental
de una organización de nuevo tipo sería su capacidad de articular formas de cooperación
social no-opresivas, sólidas y de gran escala. Aunque pueda
sonar novedoso, la tradición de luchas emancipatorias ha ensayado en el pasado
la creación de formas similares a la interfase autónoma de la que venimos hablando.
El ejemplo más desarrollado y famoso fue el de los soviets durante las
revoluciones rusas de 1905 y 1917. Como creación autónoma de los trabajadores,
los soviets surgieron en principio como órganos de coordinación de la lucha. En
el curso de las revoluciones, y sin proponérselo de antemano, los soviets
desempeñaron al mismo tiempo funciones de doble poder o, para decirlo en los
términos que hemos empleado en este ensayo, de gestión global de lo social.
Los soviets estaban conformados por diputados enviados por cada grupo en
lucha, en un número que variaba de acuerdo a su tamaño. Ofrecieron así un
ámbito abierto y múltiple de encuentro y deliberación horizontal para diversos
sectores sociales soldados, campesinos, obreros, minorías nacionales, y diversas
posturas políticas; a diferencia de las organizaciones partidarias existentes
entonces, que exigían a sus miembros pertenencia exclusiva y hacían política en
competencia unas con otras, el soviet era un ámbito de cooperación abierto a
todos. A la vez, los soviets se ocuparon de organizar cuestiones tales como el
abastecimiento en las ciudades, el sistema de transportes, la defensa en la
guerra, etc. Su prestigio derivaba de ambos aspectos: de su representatividad
de los múltiples sectores en lucha y su caracter prefigurativo, y de su
capacidad de ofrecer una alternativa real de gestión. La
estrategia de la interfase soviética frente al poder estatal fue variando
durante la revolución de 1917: durante la fase de colaboración cooperaron
críticamente con el Gobierno Provisional, presionándolo desde afuera; en la
fase de coalición, los soviets decidieron designar ellos mismos algunos de
los ministros de ese gobierno; en Octubre finalmente optaron por deshacerse
directamente del Estado anterior y designar un gobierno de comisarios del
pueblo propio. Durante ese proceso la dinámica de auto-organización soviética
había ido multiplicándose (de forma no competitiva, a diferencia de los
partidos) con la creación de cientos de soviets en todo el país que confluían
en el Congreso Panruso de los Soviets, órgano depositario de la mayor
legitimidad revolucionaria. Cierto,
la experiencia de los soviets se vio muy pronto frustrada. El gobierno
designado por ellos pronto terminó, paradójicamente, vaciando de contenido a
los propios soviets e instaurando una dictadura de partido único. No es éste el
lugar de examinar los motivos de ese fracaso. Valga sugerir, sin embargo, que
además de la responsabilidad central de los bolcheviques por haber ahogado a
sangre y fuego la democracia en los soviets, quizás haya sido la propia
institucionalidad marcadamente delegativa de éstos la que haya facilitado el
proceso. En efecto, la particular estructura institucional soviética descansaba
en representantes delegados que, a su vez, elegían un Comité Ejecutivo de menos
miembros que, en la práctica, concentraba mucho del conocimiento y la autoridad
para tomar las decisiones más importantes. Quizás haya sido a través de esa
distancia respecto de sus representados que se coló una nueva forma de poder-sobre.
Quizás haya colaborado también la ausencia de una ética de la igualdad. Comoquiera
que haya sido, lo que nos importa aquí es el ejemplo histórico de una interfase
autónoma, capaz tanto de articular la cooperación entre movimientos en lucha,
como de hacerse cargo de la gestión global de lo social; su itinerario puede
indicarnos posibilidades y peligros para la política emancipatoria del
presente. Enseñanzas similares podrían extraerse también de la experiencia de
los zapatistas (en particular de su invención de Juntas del Buen Gobierno). ¿Cómo
podríamos imaginar una interfase para los tiempos actuales? Imaginemos una
organización diseñada, como el soviet, para ser un espacio abierto, es
decir, que acepte a todos quienes quieran participar (dentro de ciertos
criterios, por supuesto) y que su propósito sea el de proporcionar una arena
deliberativa. En otras palabras, una organización que no defina de antemano qué
hacer, sino que ofrezca a sus miembros el espacio donde decidirlo
colectivamente. Imaginemos que esta organización surge definiéndose de manera
amplia como un espacio de coordinación de luchas anticapitalistas,
antirracistas, antipatriarcales y antisexistas; llamémosle Asamblea del Movimiento
Social (AMS). La
AMS está conformada por un vocero por cada colectivo aceptado como miembro (los
individuos que quieran participar deberán agruparse previamente en colectivos).
Tal como los soviets, es la propia Asamblea la que decide qué organizaciones
acepta como miembros, buscando hacer lugar a la mayor multiplicidad posible de
grupos sociales (obreros, mujeres, estudiantes, indígenas, gays, etc) y tipos
de organización (colectivos, sindicatos, ONGs, partidos, movimientos, etc.). A
diferencia del soviet, las organizaciones-miembro más grandes no gozarían de un
número mayor de voceros, sino que se asignaría a cada organización una cantidad
de votos proporcional a su valor para la AMS. Por ejemplo, el vocero de un
pequeño colectivo de arte político podría tener derecho a dos votos, mientras
que el de un gran sindicato de obreros metalúrgicos podría tener derecho a 200.
La asignación de capacidad de voto estaría en función de una serie de
criterios pre-establecidos, decididos colectivamente, que podría así reconocer
las diferencias de tamaño, antigüedad, aporte a la lucha, valor estratégico,
etc., de cada grupo, según una ecuación que también garantice que ningún grupo
tenga una capacidad de votos tal que le permita condicionar unilateralmente las
decisiones. La AMS intentaría trabajar por consenso, o al menos estableciendo
la necesidad de mayorías calificadas para tomar ciertas decisiones importantes.
En el caso en que hubiera que votar alguna decisión en particular, cada
organización-miembro podría decidir de qué manera utilizar su capacidad de
voto. Así, el sindicato podría usar todos sus 200 votos en favor de la postura
de, digamos, llamar a una acción directa contra el gobierno; pero también, en
caso de estar internamente dividido, podría optar por representar la postura de
su minoría, de modo que, por ejemplo, 120 votos podrían ir en favor de la
acción directa, y 80 en contra. De esa manera, la forma de funcionamiento de la
AMS no estaría estimulando la homogeneización forzada de las posturas y el divisionismo
de cada organización-miembro. Formalmente,
las decisiones importantes dentro de la AMS permanecerían en manos de cada
organización-miembro. Ellas mismas establecerían la modalidad de su relación
con sus propios voceros algunas preferirían delegarles su capacidad de
decisión, otras no. En cualquier caso, la AMS pondría en funcionamiento
mecanismos de toma de decisiones que permitan que cada organización tenga la
oportunidad de debatir internamente los temas importantes y mandatar luego
expresamente a sus voceros. También, mediante métodos electrónicos, existiría
la posibilidad de expresar voz y votos a distancia para aquellas organizaciones
que no puedan tener a sus voceros presentes por algún motivo, o para aquellas
que lo tengan presente pero quieran, de todos modos, seguir las discusiones y
definirse en tiempo real. Las
decisiones que la AMS tomara no comprometerían la autonomía de cada
organización-miembro, las que mantendrían su propia soberanía a la hora de
definir sus propias luchas y acciones. La AMS no pretendería tener la
representación exclusiva del movimiento social, ni exigiría a sus miembros
pertenencia exclusiva. Podría haber más de una organización del estilo de la
AMS, y sus miembros podrían eventualmente superponerse sin que esto resultara
un problema. Estaría en el interés de todos los miembros cooperar con cualquier
otra organización que represente al movimiento social. La
AMS no tendría autoridades en el sentido fuerte, es decir, dirigentes.
Elegiría sí a varios equipos de facilitadores para ocuparse de diversas
funciones, por ejemplo: 1)
recibir y evaluar peticiones de
nuevas incorporaciones y recomendar a la AMS si aceptarlas o no, y con cuanto
derecho a voto; 2)
mantener debidamente fiscalizado y
en funcionamiento el mecanismo de voto a distancia; 3)
ocuparse de las finanzas; 4)
desempeñarse como voceros de
prensa; 5)
visitar a otras organizaciones
para invitarlas a ingresar a la AMS; 6)
participar como voceros o
representantes en tal o cual espacio político; 7)
funcionar como moderadores y
negociadores en caso de conflictos entre grupos-miembro; 8)
gestionar los cursos de formación
política que la AMS ofrece; 9)
tomar decisiones tácticas o
prácticas en casos de urgencia; 10)
ejercer un poder parcial de veto
para decisiones que contradigan seriamente los principios fundamentales de la
AMS; 11)
ocuparse de motorizar campañas
específicas decididas por la AMS (por ejemplo, contra la guerra, contra la
violencia contra las mujeres, etc.). 12)
etc. Los cargos de facilitador
podrían tener una duración limitada, y rotar entre las diferentes
organizaciones-miembro, para evitar acumulación de poder y las típicas peleas
de protagonismo entre dirigentes. ¿Para qué
serviría una organización de estas características? Dependiendo del contexto
político, podría servir para varios fines. Supongamos un contexto en el que la
AMS recién comienza a funcionar, es un grupo relativamente pequeño de
organizaciones, con poco impacto social. En ese contexto la AMS podría
funcionar como una especie de cooperativa política, en la que cada grupo
aporta algo de sus recursos contactos, experiencia, conocimientos, dinero, etc.
para fines en común: defenderse de la represión, organizar una manifestación,
iniciar una campaña de esclarecimiento contra un tratado de libre comercio,
etc. El trabajo en común, por otro lado, contribuiría a fortalecer los vínculos
de la red más general de movimientos sociales. Supongamos ahora
un contexto un poco más favorable. Viendo que la AMS efectivamente funciona y
permite articular formas de cooperación útiles para todos y en sintonía con los
valores emancipatorios, muchas agrupaciones antes renuentes se han integrado.
La AMS ha crecido y agrupa ya a un número importante de organizaciones de todo
tipo; su voz, por otro lado, ya se ha hecho escuchar en la sociedad en general,
y sus mensajes se siguen con cierto interés. En este contexto la cooperativa
política podría funcionar para movilizar influencia capaz de incidir directamente
en la política estatal. La AMS podría, por ejemplo, amenazar al gobierno con
huelgas y acciones callejeras si se firma el tratado de libre comercio. Podría
también, si lo creyera conveniente, llamar a un boicot electoral en las
próximas elecciones. O, alternativamente, podría decidir que es conveniente,
estratégicamente hablando, participar en las elecciones legislativas
presentando candidatos propios. Fiel a sus principios, esos candidatos serían
sólo voceros de la AMS, sin derecho a actuar por iniciativa individual, y sin
derecho a ser reelectos luego de su período. En caso de resultar electos
senadores o diputados, se limitarían a llevar la voz y el voto decididos por la
AMS. En este caso, la cooperativa política serviría para agrupar fuerzas con
fines electorales, y para distribuir luego las ganancias obtenidas (es decir,
la incidencia en la política estatal) entre todas las organizaciones-miembro.
Como los candidatos se presentaron a elecciones no como individuos sino como
voceros del colectivo, la acumulación política sería en favor de la AMS en su
conjunto. Al ver la capacidad de cooperación así desplegada, y los controles
que la AMS establece para que sus candidatos no se transformen en una casta de
políticos profesionales, crecería el prestigio de la organización a ojos de la
sociedad toda. Supongamos un
contexto todavía más favorable. La AMS ya tiene una larga experiencia de
trabajo en común. Ha ampliado a varios miles el número de sus
organizaciones-miembro. Ha perfeccionado sus procedimientos de toma de
decisiones, de negociación de consensos y de división de tareas. Ha contribuido
a difundir una nueva ética militante. Tiene un aceitado mecanismo para resolver
conflictos, y un eficaz sistema de controles para evitar que un individuo o
grupo acumule poder a costa de todos. Sus discusiones y posturas políticas se
escuchan con gran atención en la sociedad toda. La estrategia de boicot
electoral ha dado sus frutos, y el gobierno y los partidos políticos pierden
rápidamente credibilidad. O, alternativamente, la estrategia de colonizar
partes del estado con gente propia ha dado resultado, y vastas secciones del
Poder Legislativo y algunas del Ejecutivo están bajo control de la AMS. En
cualquier caso, los mecanismos del Estado han perdido legitimidad, y un
poderoso movimiento social presiona por cambios radicales: por todas partes hay
desobediencia, huelgas, acción directa. En este caso, la cooperativa política
podría servir para preparar el siguiente paso estratégico, proponiéndose como
alternativa (por lo menos transicional) de gestión global de lo social. La
estrategia a seguir puede variar: la AMS podría continuar colonizando los
mecanismos electorales que ofrece el sistema, y tomando paulatinamente en sus
manos más y más resortes de gestión. O podría, alternativamente, promover una
estrategia insurreccional. O una combinación de ambas. Claro, esto se
trata tan sólo de un ejercicio imaginativo destinado solamente a ejemplificar
cómo podría funcionar una interfase autónoma. En en este caso hipotético, la
AMS habría funcionado a la vez como institución capaz de organizar la
cooperación de las voluntades emancipatorias, y como intitución capaz de
hacerse cargo de la gestión global de lo social aquí y ahora. Su
estrategia consistió, primero, en desarrollar una institucionalidad que imita
las formas múltiples en que se estructuran las redes cooperantes (un espacio
abierto y múltiple, aunque políticamente reglado) y su caracter prefigurativo
(un espacio horizontal y autónomo que expande el poder-hacer sin
concentrar poder-sobre). En segundo lugar, desarrolló una estrategia
inteligente de lectura de la configuración de los lazos de cooperación
presentes en la sociedad actual, identificando las encrucijadas en las que el poder-sobre
desempeña un papel ambivalente (es decir, aquellas operaciones del Estado que
estructuran vínculos en alguna medida útiles o necesarios) para poder así
ofrecer una alternativa de gestión superadora (autónoma), y no meramente
destructiva. A diferencia de los Partidos incluyendo los leninistas, que
colonizan al movimiento social con las formas de la política heterónoma, la
organización de nuevo tipo que llamamos AMS entró en interfase con las estructuras
estatales colonizándolas con la lógica de la autonomía, drenando su poder
en otros casos, o simplemente destruyéndolas cuando hiciera falta. Naturalmente,
esto no pretende ni podría ser el modelo de un engranaje perfecto: la AMS no
requiere, para su funcionamiento, estar integrada por seres angelicales. Por
supuesto que se filtrarían luchas de poder en su seno, y que habría conflictos
de todo tipo. Por supuesto que una institución tal no resolvería, de una vez y
para siempre, la tensión implícita en la distancia entre lo social y lo político.
La política emancipatoria seguiría siendo, como lo es hoy, una apuesta trabajosa
y sin garantías por intervenir en la ambivalencia intrínseca de la vida social para
resolver cada situación en el sentido de la expansión de la autonomía. El
beneficio de una institución de nuevo tipo tal sería que esas luchas, conflictos
y tensiones estarían a la vez reconocidos y reglados de modo tal de que no
destruyan inevitablemente la cooperación. Lo que hicimos fue un mero ejercicio
imaginativo, excesivamente simplificado. No se me escapan sus varios flancos
débiles (por mencionar sólo uno, el planteamiento estratégico fue pensado sólo
para el plano de la política a nivel del Estado-nación, ignorando los
condicionantes y oportunidades del plano de la política global). Pero aunque no
sea más que un ejercicio imaginativo, espero que pueda contribuir para expandir
el horizonte de posibilidades que se abre a la hora de enfrentar la pregunta
crucial de la estrategia emancipatoria: qué hacer. Buenos Aires, marzo de 2006.