A la denuncia de los periodistas Gustavo Sylvestre y Mauro Federico
del espionaje sobre sus cuentas de correo electrónico, se sumó, en
pocas horas, el envío anónimo de documentación al segundo de ellos
de planillas con transcripciones de informes de “inteligencia” sobre
organizaciones populares cuando viajaron constituidos en Comisión
de Derechos Humanos a denunciar la situación represiva en la provincia
de Jujuy, señalan desde la Coordinadora Contra la Represión
Policial e Institucional (CORREPI).
Casi al mismo tiempo, la Red de Organizaciones Contra la Violencia
Institucional de la Villa 21/24 (ROCVI) presentaba en conferencia
de prensa un informe sobre una serie de hechos comprobados de espionaje
sobre la militancia social del barrio, y CORREPI confirmaba que,
en Mar del Plata, se llevaron a cabo tareas similares sobre organizaciones
sociales para intentar achacarles los nunca verificados piedrazos
sobre un auto de la comitiva presidencial, a pesar que todas las
agencias del Estado lo negaron en el marco de un habeas corpus.
No es una novedad, ni mucho menos una sorpresa, que nos enteremos
que los gobiernos espían organizaciones, militantes, periodistas
u opositores. Cada gestión, desde que tenemos memoria hasta hoy,
ha implementado diversos mecanismos para el espionaje, con predominio
de una agencia o una fuerza sobre otra, con variantes en los nombres
o la estructura legal, según lo que su estilo y los tiempos aconsejen.
Sabemos que nos espían y nos tratan de infiltrar, y que, a veces,
lo consiguen muy exitosamente, como lo descubrimos con el agente
buche de la PFA, Américo Balbuena, que por once años reportó a tres
gobiernos sucesivos sobre las actividades de la militancia popular
como “corresponsal” de la Agencia Walsh.
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