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El crimen de Marcos Solís
Por reenvío anred -
Wednesday, Jan. 28, 2015 at 11:03 AM
Un niño de casi dos años murió el martes 20 de enero, en el hospital San Vicente de Paul, en la localidad de Oran. Pertenecía a una comunidad originaria de Morillo. Por Silvana Melo para Agencia de Noticias Pelota de Trapo (APe) Por ANRed - Sur (redaccion@anred.org)
Se llamó Marcos Solís y nació en la comunidad wichi de Morillo, un pueblito salteño. Podía haberse tejido un futuro grandioso. Llevaba en las espaldas un nombre de conquistador. De cantor de canciones de amor. Pero no soportó más y se retiró de la vida, incluso sin haber cumplido los dos años. Marcos Solís no llegó a plantarle bandera de conquista al mundo. Ni siquiera a un mosaico de Orán, donde fue para morirse. No llegó a cantar ni a resistir. No llegó a intentar cambiarlo todo, con ese chip insurgente con el que nacen los niños y que después les desactiva la patota sistémica: el hambre, el desencanto, la diarrea, el abandono, la desesperanza, el paco, la bala fácil. Una asociación ilícita infalible.
Marcos no es otro “caso aislado” como les gusta escapar a los funcionarios. Son demasiados casos aislados por año que, por islas, terminan en continente. Algunos trascienden y caen en las fauces de los lobos mediáticos. La mayor parte no. Vaya a saber por qué. Tal vez porque Néstor Femenía paseó con foto por las manos inescrupulosas del debate televisivo. Y la foto suele comportarse como un golpe bajo eficaz. Hasta que un fiscal aparece con la cabeza volada. Y Néstor Femenía dejó de ser la razón de los gestos de horror y las vestiduras rasgadas.
Tal vez porque Marcos Solís murió de “desnutrición severa” y los médicos se atrevieron a escribir en el acta de defunción la causa real, inexorablemente escondida detrás de eufemismos. Néstor murió de “enfermedad”. El resto muere de muerte, a secas. ¿Qué importa de qué se disfraza si la muerte anda llenando sus valijas de infancia?
Quienes lo atendieron cuando llegó al Hospital de Orán, por la noche del 20 de enero, describieron que “se encontraba en grave estado, con un cuadro de desnutrición severa y deshidratación”. Su madre arrastraba la vida como a su sombra, a duras penas luchando con su panza de embarazo y el resto de sus niños. Dicen que “Marcos medía 83 centímetros y pesaba apenas ocho kilos (a los dos años el peso medio ronda los doce, dependiendo de la contextura física), lo que representaba una desnutrición grado dos o severa”.
Salta, sin embargo, camina a paso firme hacia la desnutrición cero. Hay dos o tres herramientas de demostrada eficiencia: controlar las actas de defunción, esconder a los niños wichi debajo de la amplia alfombra de la indolencia, cambiar los parámetros de medición de la desnutrición. Todas han sido utilizadas. Dicen en el Hospital que “ahora no les permiten a los médicos poner en el certificado de defunción la palabra desnutrición. A cambio tiene que decir distrofia”.
La secretaria de Alimentación y Nutrición Saludable de la Provincia, Cristina Lobo, desmintió puntillosamente todo. Y admitió “1.500 niños menores de 5 años con bajo peso” en la Provincia. La alteración del uso de las tablas de talla y peso no es un descubrimiento salteño para disminuir la desnutrición (la palabra, no el hambre). Tucumán es un caso testigo. El jardín de la república que generó a Barbarita, una imagen icónica del hambre que sirve, también, para abonar la teoría del caso aislado. En la Provincia la marea de chicos desnutridos no figura en los registros. Es que Tucumán es privilegiada: tiene un vicegobernador en uso de licencia que a la vez es el Ministro de Salud de la Nación. Entonces se empieza por desterrar la palabra. Si no se nombra, no existe. Si en lugar de desnutrición se la llama bajo peso, la culpa sistémica y la carga de tantas vidas taladas por la muerte y por las secuelas no pesan tanto. Por eso hay que aprender de Tucumán: de los 22.000 desnutridos de 2010, pasó a un número casi invariable en los últimos cuatro años: 3.700.
Las nuevas ecuaciones caen desde la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una tabla de salvación para aquellos cuyas alfombras ya no pueden esconder más muerte impresentable.
Fue el médico Eduardo Gómez Ponce quien desnudó la maniobra, consistente en ignorar el detalle de la edad cuando se cruzan las variables. Entre las tres patas, sólo quedó la relación estatura – peso. "Una de las consecuencias de la desnutrición es la baja estatura: por eso es fundamental medir si el peso del niño es acorde no sólo a su talla, sino a su edad. Un niño de tres años que pesa determinados kilos y mide determinados centímetros puede ser normal, pero si esos datos se aplican a un niño de seis, estamos ante un caso grave de desnutrición", dijo el Director del Centro de Atención Comunitaria (CAC) N° 10 de Tucumán. Los niños que quedaron fuera del encuadre de desnutridos no forman parte de los planes oficiales, no reciben una atención diferenciada, no son estadísticas para generar políticas directas. Los que sobrevivan van a crecer devaluados, con dificultades para comprender, la escuela los perderá en el camino y no habrá trabajo donde califiquen.
Salta asume con aplicación su trabajo discipulario. Como en Tucumán, los niños se mueren de otra cosa. Y el hambre se mide con ojo ciego. Oído sordo y lengua muda.
Sucede que en los primeros seis meses de 2011 una docena de niños wichi murieron de hambre en Salta. Sembraditos como semilla raquítica quedaron los cuerpos mínimos bajo la tierra de Embarcación y de Pichanal. Nadie recuerda ya a Brisa Castillo, que murió como un cristalito en el mismo hospital de Orán donde cayó Marcos Solís. Llegó con una infección respiratoria que agravó su desnutrición. Ocho meses apenas tenía cuando se apagó, lentejuela en el barro.
Ni a Alit Morena Pacheco que era guaraní y tenía un año y cinco meses. También en el hospital de Orán se escribió sobre su muerte: “shock séptico, a causa de neumonía bifocal derecho, anemia, y un cuadro de desnutrición extremo que en términos médicos se conoce como kwashiorkor”. Que significa, llanamente, ausencia de nutrientes.
Ni a Mayra Ramos, que pesaba seis kilos cuando llegó al Hospital. La mitad de lo que pesa un bebé de once meses que no vive en una casilla de aire y chapas en Orán. Con otras veintidós personas. Compartiendo un pan, una leche rebajada, el mismo oxígeno a respirar, el mismo suelo de tierra donde dormir. Hoy tendría cuatro años y medio.
Todos ellos y una decena más poblaron los registros negros de la Provincia. Y en los archivos aparece el gobernador justificando por “cuestiones culturales” la muerte de bebés wichis.
Es más operativo cambiar las tablas. Y desterrar la palabra.
Los wichis tienen chamanes. Y se resisten a la salud de piel blanca y lengua que no comprenden.
En la Argentina vive apenas el 0.65% de la población mundial. Entre porteños, bonaerenses, cordobeses, santafesinos, salteños, tucumanos, wichis, qompi, tobas, etc.
Algunas huellas son más profundas que otras.
Algunos pueblos viven sobre alfombras. Otros están condenados a sobrevivir debajo.
Algunos tienen hambre a mediodía. Otros mueren de desnutrición con abdomen distendido.
En estas tierras se produce el 1.61% de la carne y el 1.51% de los cereales que se consumen en el mundo.
Pero siguen muriéndose criaturas por desnutrición. Por distrofia, por bajo peso. Por hambre con disfraz.
Ya se cansan las palabras de repetirlo. Y con los niños que se van se va ajando la piel de la utopía.